martes, 26 de febrero de 2008

Turistas u ornamento*


Por P.E.

Recién llegado de sus vacaciones no tuvo mejor idea que ponerse a escribir sobre ellas. En general, P. no recuerda ninguna de sus reflexiones estivales que, según él, tan interesantes artículos hubieran resultado. Sin embargo, descubrir el rol actoral que le tocó desarrollar durante quince días le llamó muchísimo la atención. Mar, arena, paisaje... Ese, en principio, era el escenario que Río de Janeiro tenía para ofrecerle. Pero resultó que fue un museo y algunos libros (o viceversa) los que en definitiva provocaron estas palabras.

Mal que le pese a su orgullo, “El Efecto Guggenheim”, libro del periodista vasco Iñaki Esteban, fue lo que le disparó escribir esta nota. Aunque no paró de decirle a su novia durante cada capítulo que leía, que el libro no decía nada nuevo y que sólo se dedicaba a recopilar ideas de Benjamín, Bataille o Foucault, el laburo del español le sirvió para pensar el lugar de ornamento que él cumplía en las playas de Río y, luego, Ilha Grande.

Iñaki Esteban trabaja en su libro sobre la idea de que el Museo Guggenheim de Bilbao es un ornamento arquitectónico, que funcionó para el desarrollo urbanístico de la ciudad vasca y nada más. Manifiesta que el museo no tiene sólo un fin cultural, sino que es parte de un proyecto político-económico para recuperar un espacio de Bilbao, que estaba abandonado en la desidia.

Aunque todo esto que señala el libro le resultaba evidente (cosa que le recalcaba con pesadez a su novia), “El Efecto Guggehheim” le sirvió para pensar el papel del turista en lo que, obviamente, era una ciudad ornamental. Estaba claro que tanto Río de Janeiro como Ilha Grande (250km al sur de la ciudad de las praias de Copacabana e Ipanema) eran espacios ornamentales, pero: ¿qué rol cumplían ellos allí?

Tal vez la casualidad hizo que durante su viaje P. estuviera acompañado por “Milenio negro”, de Ballard; “La sombra de Heidegger”, de Feinmann: y “La vida descalzo”, de Pauls. Todos en algún momento mencionan al turista. Todos a su manera destacan el papel absurdo (como el “Mito de Sísifo” que lleva la roca de un lado al otro de la montaña), que tiene el turista en sus míseros días de descanso durante el año. Pese a las dos semanas que contaba para desconectarse de la burocracia de la cotidianeidad, él –como miles de viajeros calzados en sus havainas de distintos colores- había salido de su rutina de trabajo de casi un año, para subirse a otra distinta, pero similar al fin.

En un momento se asustó cuando el protagonista del libro de Feinmann recupera un concepto de Nietzsche: “los últimos”, para describir la vida de las personas que “no llevan en su ser el caos (...) esos turbios seres que buscan la dicha, que huyen del azar y del riesgo”. Allí, el personaje principal de “La sombra de Heidegger” (el alemán Dieter Müller), le pide a su hijo a través de una carta que no sofoque su caos “con la felicidad”. Esa felicidad burguesa que aparece los fines de semana largos.

Más tarde, el miedo de P. se incrementó cuando uno de los personajes de Ballard señala en “Milenio Negro”, que el turista participa de un “juego de la silla pero al revés”, en alusión a la posibilidad que el sistema ofrece a la clase media (al menos europea), de ir cada vez más a Club Med, viajes de aventura, etc. con la intención de incrementar una falsa felicidad, que no es más que estar en una cárcel al aire libre.

Por ese entonces, la literatura no era demasiado alentadora para P., que no paraba de verse reflejado en todos los personajes de sus lecturas de verano; reflejado tristemente, vale la pena aclarar. En parte, no le gustaba ser feliz como “los últimos” de Nitzsche, ni formar parte del “juego de la silla al revés”, que explicaba una loca del libro de Ballard.

Pero cuando todo parecía ser decepción, apareció Alan Pauls con sus historias de verano en Villa Gesell, para confirmarle que las vacaciones -al contrario de lo que le sucede al Sr. Meursault en las playas de Argelia- son felizmente absurdas. Y que ellos (P. y su novia), como simples turistas u ornamento de los bellos paisajes de Brasil, podían decir riéndose que “la hora del almuerzo es la hora en que se tiene hambre”.

(*Foto del Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi, Río de Janeiro. Diseñado por el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer).