martes, 31 de julio de 2007

Dave Brubeck: White Jazz


Por Facundo Carmona

En el bien pensante mundo del jazz parecería que ser blanco y estar vivo es un pecado imperdonable. Tal es el caso de Dave Brubeck que a sus 87 años sigue deslumbrando a la audiencia en esporádicos recitales, así como también sigue siendo denostado por la crítica especializada. Una crítica musical que tan solo se separa de la literaria por una diferencia de grado minúscula, lo cual la posiciona tan solo en la antesala de la solemnidad y el oscurantismo medieval de la segunda.

Se dice que el artista de jazz está constantemente oscilando entre dos orillas: una popular, producto de las raíces del género y otra intelectual, plegada al vanguardismo del mismo. Pero ésta es una división odiosa y especulativa, producto del trabajo del analista cultural que condena o beatifica por medio de un artificio de enclasamiento, que marca con un sello ISO 9001 aquello que merece ser llamado auténtico en el terreno de la música. Donde un día la condena es a la llamada alta cultura y se beatifica lo “popular” sin mínima reserva, y al otro día se recurre a la ecuación inversa sin un leve rubor en las mejillas.

En definitiva, las discusiones son siempre las mismas: si hay un arte auténtico y quién tiene la última palabra sobre la verdad del arte. ¿Existe ésto? ¿La posibilidad de un arte auténtico en detrimento de otro que cargue con la marca de la inautenticidad? Aquí no nos interesa dilucidar un problema de tal magnitud por considerarlo superfluo; o sea, sin magnitud alguna. Para esa tarea ya hay voces gustosas de cantar loas a la buena cultura. Aquí nos interesa centrar nuestra mirada en Dave Brubeck pianista, compositor e interprete padre de dos discos memorables que reseñaremos a continuación: Gone With The Wind y Time Out. Ambos grabados en 1959 con el aporte del genial Paul Desmond en saxo.

DB nació en 1920 en la ciudad de Concord (California) donde se crió en el seno de una familia burguesa y religiosa. De chico no fue abusado sexualmente, no se le murió un hermano ahogado, no trabajó en plantaciones de algodón, no veía a sus hermanos cantar gospel, ni aprendió a tocar el piano con un negrito andrajoso del profundo Mississipi.

Dave era un niño adinerado que tocaba en su piano música clásica, que combatió en la Segunda Guerra, donde se hizo el tiempo de organizar una pequeña orquesta militar, y que de adulto no perteneció a ninguna vanguardia (salvo un octeto experimental de música clásica de corta vida). Hasta que en un día se cruzó la magia de Duke Ellington y, como todo aquél que gusta de la belleza, su vida se vería profundamente trastocada. La música del pianista de Washington lo decidirá a abandonar la música clásica y comprometerse definitivamente con el jazz. Hasta aquí es entendible que una biografía así no despierte mayor interés en la crítica ni en los realizadores de películas multimillonarias.

Sin embargo, la música de Dave ha escrito una de las mejores páginas del Siglo XX. La calidez de su música, la prolijidad de las interpretaciones y el groove (la onda, en criollo), lo ubican como uno de los mayores exponentes del cool jazz. Basta para ello escuchar la deliciosa versión de Georgia On My Mind de Ray Charles grabada con su cuarteto en Gone With The Wind. ¡Si hasta el propio Ray se sacó el sombrero! La dulzura con que es tocada la pieza, la introducción con la melodía del piano a la cual de forma sutil se le agrega el bajo, saxo y batería logran uno momento experiencia sensoria única. ¿Se le puede pedir algo más a la música?

Acto seguido la desfachatez se hace presente con Camptown Races de Stephen C. Foster (1826-1864), una melodía para niños del S. XIX repetida por dos, que electriza y divierte. Tal vez se acuerden de ella, puesto que es la canción que cantaba el Gallo Claudio en los cartoon, aquella del doo-da doo-da. O mismo los tres chanchitos: “quién teme al lobo feroz...”. Hacia mediados del S. XX poner una canción para niños en un disco serio era mínimamente arriesgado. Basin’ Street Blues, Gone With The Wind derraman buen gusto y diversión, la última con elementos de la música europea cierra el disco homónimo de forma magistral.

Time Out sea tal vez, junto con Birth of the Cool de Davis, uno de los discos más representativos del cool. La apertura del disco con Blue Rondo allà Turk esta cargada de sinergia épica al uso de Maurice Ravel. Golpea y mucho, golpea fuerte en el medio del pecho saliendo un poco de la estructura armónica del cool. Aunque la misma es recuperado en el relajado Strange Meadow Lark. Es interesante escuchar la versión de Blue Rondo, enorme y magnificente, hecha por el trío inglés Emerson, Lake & Palmer en el tradicional festival de la Isla de White (1970), una versión rara y eléctrica con componentes del futuro rock progresivo insular.

Pero la pieza que proyecta definitivamente al cuarteto es Take Five. Un clásico del jazz, mal que le pese a muchos. Un tema pequeño, prolijo y sensual que da en el clavo de todo arte: generar un experiencia erótica, placentera en el oyente. Ese es jeite, el gran logro de Brubeck, lograr que una melodía pueda ser gozada por oídos inexpertos, por oídos que tan solo quieren escuchar.

La música de Brubeck logra que la incorporemos a nuestro repertorio cotidiano, que la silbemos de manera desprejuiciada en el colectivo o en el subte en hora pico y que nos robe una sonrisa. Y hay veces que eso es intolerable para aquellos que buscan un canon áureo en el arte. Olvidando que solamente hay libros, discos o pinturas buenas en la medida en que haya alguien que goce en la contemplación, la lectura o la escucha de aquellas obras.

Los temas mencionados, más los restantes que completan los 15 totales de los dos discos, abren la posibilidad de una experiencia erótica, de placer sensual con las armonías. Muchas veces lo espurio, lo simple y lo medido generan un goce directo, inocente, que no necesariamente se liga a una capacidad intelectual… O de clase. Uno puede disfrutar de los saltos de Giant Steps y ver la belleza en la melodía, pero también lo logra la presunta superficialidad de Take Five sin la sofisticación armónica de Coltrane (y amamos al viejo John).

La única recomendación para escuchar a Dave Brubeck, es querer prestar oídos de mozalbete a la música que nos llama con el mismo ardor y pasión que hace casi 50 años atrás.

lunes, 30 de julio de 2007

Cozarinsky y el chisme


Por Raquel Garzón* (*Clarín, 29/07/07)

En una entrevista reciente, Vlady Kociancich sostenía que los escritores negocian con la realidad, inventando historias para que la verdad no duela. ¿Comparte esa mirada? ¿Se imprime en la ficción, sin erratas, lo que vivimos día a día en borrador?

Edgardo Cozarinsky- Puede ser, aunque de modo particular. Yo creo que aquello a lo que uno le da forma en la ficción es inventado a partir de cosas vividas. Hay un diálogo entre realidad e imaginación y llega un momento en que no se sabe exactamente cuál es el límite. En Maniobras nocturnas, por ejemplo, el narrador, que tropieza en una revista con el nombre de un ex compañero de la juventud disparando entonces un regreso a sus tiempos de servicio militar, puede tener un cincuenta por ciento mío y otro cincuenta inventado. O de pronto me digo: "Y eso inventado, ¿no está sacado de cosas que me contaron amigos?" Y si lo he elegido para alimentar el personaje, ¿no es porque corresponden a algo de ese personaje que tiene mucho de mí?

En ese jugar a ser otro que auspicia la ficción, ¿cuáles son las otras vidas que a usted le ha interesado explorar y por qué?

E.C.- Me gusta la gente desclasada, en general. La mezcla, lo impuro, la orilla, lo marginal, la línea de frontera: un taxi boy protagoniza mi filme Ronda nocturna; en los cuentos de La novia de Odessa, por ejemplo, hay desde identidades robadas hasta muertos que vuelven a buscar a quienes no los olvidaron. Mi primera novela, El rufián moldavo, teje un crimen en el marco de un ambiente prostibulario con un laberinto familiar que se entronca con el tango yiddish de los años 20. Me parece que en esos cruces es donde hay más conflicto, donde se enfrentan realidades complejas y diversas. Como la superficie rugosa con un fósforo, ¿no? Pasás el fósforo por una cara rugosa y se enciende; si frotás dos cosas lisas, iguales, parecidas a sí mismas, no pasa nada. Lo que es interesante es la chispa; la chispa que puede salir del contacto entre cosas que no van juntas a priori. Como que el soldado, protagonista de mi nueva novela, en las noches de guardia, esté leyendo a Nabokov y Bioy Casares. Eso lo convierte en un personaje menos obvio, atípico, que no está dictado de un solo trazo ni es de un solo color.

Puestos a hablar de personajes, Internet aparece hoy como un espacio en el cual uno puede cumplir incluso la fantasía de nacer de nuevo en un juego como Second Life, del que participan seis millones de personas y se puede escoger desde el sexo y la edad hasta características físicas. ¿Estamos ante una nueva forma de ficción? ¿Por qué existe esa necesidad de ser otro?

E.C.- Ficción hay, claro, y creo que surge de una gran necesidad de imaginario, de fantasía, de chispas para seguir con la metáfora. Quienes trabajamos en algo artístico, usando una palabra un poco devaluada, vivimos nuestra parte imaginaria en la obra; otra gente puede necesitar mirar un sitio pornográfico en Internet o inventarse otro yo en un chat o en Second Life. Como yo prefiero vivir la vida que me toca, me conformo con perderme en las bibliotecas o en Internet.

¿Usa ese vagabundeo como una estrategia creativa?

E.C.- Sí, me pierdo mirando diarios viejos y en Internet saltando de un link a otro, buscando relaciones, contextos. El gran escritor E. M. Forster decía: "Only conect" (conectar solamente) y era para él como el principio de toda ficción; descubrir qué relación hay entre esto y aquello y ya tenemos un principio de historia. Para mí sería: "Sólo hacé preguntas; preguntá". ¿Por qué estaba Fulano en ese lugar ese día? Cuando en 1981 filmé La guerra de un solo hombre, a partir de noticieros de la época de la ocupación en Francia, lo hice porque me fascinaban las caras. ¿Qué hacía esa gente ahí? ¿Estaba de casualidad o deliberadamente? Empezás a preguntar y una cosa te lleva a otra. Imaginás, escribís...

Usted reflexionó en Museo del chisme sobre esa práctica cultural como forma de ficcionalización. Allí también hay un modo de apropiación de la vida de los demás: de vivir el glamour, los amoríos, la fama de ciertos personajes...

E.C.- Sí. Ningún escritor lo admitiría, pero el chisme está en la base de toda novela, ¿no? Después la novela es un hecho literario, pero en el origen te está contando algo que le pasó a alguien y el chisme también. Y el hecho de que nunca se trasmita de la misma manera, porque cada uno elige las palabras con que lo cuenta y cambia la historia, lo hace todavía más atractivo. En cada transmisión, la narración se lee distinta. Hay pues una idea de estilo personal, que no es literario pero que existe y es muy fuerte. Y sobre todo, lo que me interesó es que al principio la novela estaba mal considerada y era despreciada como lectura de mujeres. En el siglo XVII, por ejemplo, Bossuet opone el gusto por las novelas a quienes leen historia. El chisme, en el prejuicio, también es cosa de mujeres. De allí venía esa censura hacia la ficción. Los hombres leían ensayos, cosas serias. Esa relación de la ficción con el chisme, como producto de una imaginación supuestamente ociosa, me interesó como asimilación ideológica.

En el libro define el chisme como "una forma plebeya e incipiente de la literatura". Así como uno puede establecer rasgos de las literaturas nacionales, ¿llegó a percibir alguna característica distintiva de la chismografía local?

E.C.- Creo que hay, en los últimos veinte o treinta años, un gran resurgimiento del interés por las biografías en todo el mundo como una manera de "espiar" la vida privada de grandes personajes y eso se roza con el chisme. La gente quiere enterarse de cómo vivieron: sus amores y desventuras, sus pasiones e incluso aquello que las historias oficiales silencian. En Swift, de la británica Victoria Glendinning, extraordinaria biografía del autor de Los viajes de Gulliver, encontré una anécdota que usé. Una de las amantes de Swift -que era un hombre de gran malicia, por cierto- fue lady Mary Wortley Motagu. Ella se hizo pintar en la bacinilla que usaba para hacer sus necesidades la cara del escritor para devolverle una serie de atenciones, noche a noche. La historia me pareció extraordinaria y la incluí como prueba del empecinamiento en el rencor. Con todo, sobre ella, mi chisme favorito es otro.

¿Cuál?

E.C.- Uno que me regaló mi amigo Alberto Tabbia. Al morir, me legó su biblioteca y en uno de sus cuadernos de notas dedicado a las últimas frases de personajes célebres, encontré las palabras finales de esa misma señora: "It's all been very interesting". "Todo ha sido muy interesante": como si la vida hubiera sido una obra de teatro y la muerte, simplemente, la caída del telón.

¿La adoptaría como propia?

E.C.- No, prefiero la maravillosa despedida de Chéjov: "Más champagne, por favor".

domingo, 29 de julio de 2007

Down-Town


Por L.A.

Descalzo, el muñeco Wan-ko instalado en la repisa de la barra viste una túnica de colores estridentes (anaranjados, dorados, turquesas) y, como dispuesto a que le rindan culto, mira de frente al escenario. Las personas que se encuentran en el lugar toman cerveza o vino en las mesas cercanas a las paredes húmedas, propias de un subsuelo.

Seis columnas cercan el espacio destinado a los músicos dándole la apariencia de un ring de box. Cae la cana. “¿Cuántos churros se comieron?”, dice por lo bajo un chico. “Veinte”, le responde más bajito otro. Los que estaban sentados se paran, observan, se mueven. Hay agitación. “Hay arreglo”, se escucha a lo lejos. “Hay arreglo”, se repite de oído a oído.

Como en los tiempos en que el rock poseía una actitud de relámpago, fugaz y luminoso a la vez, Olfa Meocorde hace sonar sus instrumentos: dos guitarras, un bajo y una batería emanan la energía suficiente para que el público rodee el escenario rápidamente. Catarata de sonidos, suena “Travel for fun” despertando los cuerpos y la imaginación.

“Dedos”, un incestuoso rock instrumental para chupársela se convierte, acto seguido, en la historia de “La Re La Mí” que la voz suave de Federico Lavia (bajista) introduce: “Con mi motosierra y mi lanzallamas, a tu mujer yo le quito la ropa, le ato a la cama y le abro la gamba y la re la mí, no se me paró pero la re la mí”. El público participante del ritual, que escuchaba atentamente, despierta cuando amanece el ritmo convirtiendo el espacio en una marcha de movimientos capaces de tentar al mismo cornudo.

En “Exageratum”, “Psicopata” y “Chico rata”, las premisas de una sociedad aparente se esfuman para dar lugar a la crudeza de lo efímero, a lo siniestro de lo cool-tidiano. Trovadores del insulto en “Toquen, toquen”, hacen frente al “aguante” que propone el rock nacional pedorro y consiguen despertar una suma de adhesiones.

Afanados en bucear los sonidos rasposos del grunge, las melodías bailables del swing y los ecos psicodélicos del noise, Olfa Meocorde (Demián Visgarra –guitarra-, Hernán Cassiodoro –guitarra-, Federico Lavia –bajista- y Ramiro Oller –baterista-) propulsó, sin cortes ni pausas, al submarino del delirio en las profundidades del grotesco.

sábado, 28 de julio de 2007

La repulsión al inquilino


Por Patricio Erb

Seguramente consciente de ello, Polanski es un cineasta que tiene el talento para manifestar, paradójicamente sin caer en la masturbación intelectiva, el miedo psicológico que aflora en los individuos cuando, de un día para el otro, dejan de estar sujetos a la cotidianeidad burocrática que nos sostiene en el mundo.

Desde el delirio claustrofóbico de “Repulsión” (1965), hasta el cinismo de “Danza de vampiros” (1967), pasando por el escenario de un tipo dominado por la calentura de una mina en “Cul de Sac” (1966), Polanski supo disparar contra el statu quo de una sociedad berreta, que necesita, después de acomodarse en el barrio privado, la transgresión ballardiana de un caso Dalmasso.

Y esto el polaco Polanski lo filmó maravillosamente en “El Inquilino” (1976), después de que a finales de los sesenta el clan Manson asesinara a su mujer (Sharon Tate, la bella pelirroja de “Danza de Vampiros”), embarazada de ocho meses. Tal vez el morboso asesinato perpetrado por la barra de Charlie, es el reflejo de las películas de Roman (que tan bien se ve en “La Naranja Mecánica” de Kubrick): la furia feroz de los sujetos reprimidos que se desatan (tan común en poblaciones de clases medias acomodadas como la norteamericana).

En “El Inquilino”, la represión psíquica del protagonista (el mismo Polanski), que vive subsumido en costumbres grises al mejor estilo dostoievskiano de “Memorias del Subsuelo”, comienza a enloquecer. Habitus de vida tan monótonos como desayunar todos los días en el mismo bar, sentado en la misma mesa y fumando los mismos cigarrillos, podrían no significar un problema. Sin embargo, el absurdo de mirar desde afuera su propia vida contaminada de rutinas, llevan al personaje de la película a lo que Camus (en “El mito de Sísifo”) llamó “suicidio lógico”.

Descubrir que las obligaciones diarias son absurdas te puede llevar por tres senderos diferentes: 1) tomar conciencia de que el mundo es un gran teatro del cual uno es el principal protagonista (lo que hizo Polanski con su vida), 2) enloquecer, matar o saltar desde la ventana de un edificio (lo que hizo el personaje interpretado por Polanski) ó 3) crear (lo que hizo el mismo Polanski en su gran película “El Inquilino”).

viernes, 27 de julio de 2007

Ayer fueron famosos


Por Quintín* (*Perfil, 22/07/07)

Por una nota de Elvio Gandolfo en este suplemento me enteré de la reedición de las obras de Juan Carlos Onetti, escritor un poco olvidado, tal vez porque Juan José Saer lo desplazó como titular del cupo faulkneriano rioplatense. Sin embargo, en su momento, Cortázar lo declaraba “el más grande novelista latinoamericano” y Roa Bastos, “el clásico por antonomasia de las letras hispanoamericanas contemporáneas”, según una página de Internet que se menciona en esa nota. Tampoco faltan allí elogios de García Márquez, de Carlos Fuentes, de Rulfo, de Octavio Paz. Onetti era un hombre importante, y así lo atestigua un recuerdo de infancia. Una prima mía era compañera de Litty, una de las hijas del escritor. En casa de mis tíos, que no pertenecían al ambiente literario, se hablaba del padre de la chica con admiración y reverencia. Supongo que esto ocurría a principios de los sesenta.

Encuentro en la biblioteca un libro de Onetti editado en 1995. Se llama Confesiones de un lector y reúne sus columnas en la prensa entre 1976 y 1991, cuando el autor ya residía en España. Onetti corrobora su pertenencia a ese gran mundo de las letras latinoamericanas: habla de su amigo Gabo, de su amigo Paz, de su amigo Neruda. También un poco de Borges, pero con una admiración distante, tal vez un poco rencorosa. El libro empieza mal, con un prólogo entrometido y vociferante de Jorge Onetti (otro hijo) que hace añorar a María Kodama, pero permite asomarse a ese momento de la historia cultural a través de las relaciones y, sobre todo, de las lecturas de un artífice importante.

¿Qué leía Onetti? “Rechazo de manera visceral obras que son elogiadas y enaltecidas a lo largo de varias generaciones; de igual modo, amo y envidio libros que casi, casi, han pasado inadvertidos”, afirma. Sin embargo, no hay en las 350 páginas y los 72 artículos que componen el libro una sola referencia elogiosa a un autor que en los sesenta no fuera muy conocido. Su panteón es sorprendentemente jerárquico y acotado a poco más que unos cuantos grandes nombres y algunos autores policiales. No se mencionan más que escritores españoles, ingleses, americanos o franceses (algún ruso es la excepción solitaria). Hay una notoria ausencia de escritores en lengua alemana y de poetas en todas las lenguas.

En cambio, sorprende la continua referencia a Anatole France (“mi amigo inseparable”) entre otros best sellers de la primera mitad del siglo. Pero también, la insistencia y la machaconería con la que Onetti descalifica el boxeo, la televisión, o que Gardel cantara Rubias de New York. Y más aún sus diatribas moralizantes contra cierta literatura que llama “la corriente pornoexcrementicia”: “Si el sucio anciano borracho de Bukowski es un respetable escritor y un guía para la juventud de su país, ya todo es posible”. Onetti la emprende contra lo popular y el sexo explícito, pero tampoco acepta nada que huela a experimentación: ni el Nouveau Roman, ni el estructuralismo, ni la poesía concreta brasileña (“no necesitan poetas sino tipógrafos”). Según él, nada produjo la cultura con posterioridad a 1950. La defensa de ese clasicismo restringido (y que incluye aristas mediocres) se suma a un tono biempensante e ingenuo para los temas políticos. El estilo, que todavía se utiliza en muchos ensayos periodísticos, intenta ser irónicamente literario pero es simplemente engolado: “Porque él había sido iluminado mientras paseaba por los márgenes, que podían ser femeninas márgenes frescas y acariciadas por una suave brisa, a la vera de un bucólico arroyuelo”.

Vetusto es la palabra. Y vetusto se adivina ese mundo derivativo, ordenado y de medio tono que llevó a la gloria a una generación de escritores latinoamericanos. En todo caso, no perdurará por columnas periodísticas que hoy suenan tan arcaicas como las de Onetti. Claro que hay otras, probablemente éstas, que vencen al minuto de ser escritas.

jueves, 26 de julio de 2007

Fiebre amarilla


Por Patricio Erb

“¡Ouh!!”; “¡Pequeño demonio!”; “¡Me aburro!”; “Hmmmm”; “Aaaaggg”; “¡Babosos!”; “¡Cómo se atreve!”; “¡Te voy a...!”; “Matanga... dijo la changa”; “Estúpido Flanders". A simple vista, un maravilloso sin fin de latiguillos animados homerianos. Detrás de los rostros amarillos, una infinidad de oraciones sin desperdicios.

Una vez un cinéfilo fanático de El Padrido me dijo: “Cada frase es por algo; ningún plano está de más, todos tiene un significado”. La perfecta descripción de la genial trilogía de Coppola, tranquilamente puede asimilarse con el armado de la familia norteamericana más famosa del mundo.

Una introducción, un nudo y un desenlace decía mi amigo Ignacio para agasajar la escritura de Fontanarrosa. Con los Simpson pasa exactamente lo mismo: un principio que sirve como excusa para un relato que tiene una resolución; tan sencillo como eso.

Joder, son las tres de la mañana. Se estrena la película de una serie que, creo, marcó mí generación: “La generación Simpson”. Antes de sentarme a escribir miraba uno por uno los títulos del programa de TV que nunca dejo de mirar: “Los zapping killers”, los llamó el periodista de Página/12 Eduardo Fabregat; ese programa de televisión que apenas aparece en la pantalla provoca instantáneamente un descanso para el dedo gordo.

No vi la película aún (creo que no circula pirateada); no creo que la mire esta semana de vacaciones de invierno en Buenos Aires. Seguramente me hubiera fascinado ir al cine allá por el 92 ó 93 en el descanso de dos semanas de escuela. Me divertiría mirar en pantalla grande el momento en que Bart llamaba en joda a Moe, o ciertos cánticos del cabeza de cepillo amarillo que irritaba a un Homer iracundo.

Ahora, quince años después, en un recuento de los capítulos de las primeras temporadas (los de “oro” para ciertos solemnes), puedo volverlos a mirar con placer. Me encanta disfrutar de la amistad musical de Lisa con “Encías Sangrantes” (“Moaning Lisa”; capítulo 6), o de cuando Homero convence a Burns de que como gobernador podría favorecer legislativamente a su empresa (“Dos coches en cada garage y tres ojos en cada pez”; capítulo 17) o de la noche en que Moe le roba el trago a Homero (“Llamarada Moe”; capítulo 45).

Disfruto de los capítulos de las primeras temporadas (realmente menos absurdos), con el mismo énfasis que los nuevos. Desde la crítica a la religión: "Homero hereje" (capítulo 62), donde al final del episodio mantiene un diálogo maravilloso con Dios, en el cual parece que Matt Groening (creador de los Simpson) nos va revelar el sentido de la vida*, hasta una sátira de El Ciudadano de Welles (“El oso de Burns”; capítulo 85).

A dieciocho años de su creación, con dieciocho años más desde ese 1989 que se estrenó en los Estados Unidos, los Simpson te permiten mirarlos... leerlos en nivel político (que pelotazo suena esta oración). “Bart contra Australia” (capítulo 119) o “Dos malos vecinos” (capítulo 141), donde George Bush padre (crítico de la serie en el momento de su estreno), se muda enfrente de la casa de la familia amarilla, en Springfield, porque “es la ciudad con más abstencionismo” a la hora de votar, le dice Barbara, la esposa del ex presidente, a Marge.

Los Simpson también disfrutan desenmascarando las miserias de la sociedad norteamericana: “Bart de noche” (capítulo 158, donde Bartolomeo comienza a trabajar en el burdel del pueblo, al que asisten a a escondidas todos los personajes) o “Basura de Titanes” (capítulo 200, ganador del Emmy), donde Homero, gracias a promesas electorales inconcebibles, se hace cargo de la recolección de basura en la ciudad.

Asimismo, “Lisa comentarista” (capítulo 199), muestra el estilo de la prensa americana marcada por un tradición amarillista, mediante la cual se encargan de mantener el stato quo estadounidense (“Los amigos de Bart”, columna periodística de Bart).

“Homero al máximo” (capítulo 216) cuando Homero se cambia el nombre a Max Power o “HOMR” (capítulo 257) en el que Homero descubre que tiene un crayón en el cerebro que no le permitía ser inteligente, cierran una pequeña lista de capítulos que simplemente recuerdo haber disfrutado.

Para terminar por esta noche con la fiebre amarilla, quería escribir que con la película que se estrena esta tarde (donde seguramente encontraremos guiños a clásicos del cine hollywoodense, críticas a la sociedad americana, dardos al gobierno, observaciones mafaldistas de Lisa, expresiones nostálgicas de Marge, transgresiones de Bart, ¿la primera palabra de Maggie?, además de una serie de gags interminables de Homero), ante todo, más allá de las falsas exigencias que podría solicitarle, me permitiré disfrutar de los “¡Ouh!!”; “¡Pequeño demonio!”; “¡Me aburro!”; “Hmmmm”; “Aaaaggg”; “¡Babosos!”; “¡Cómo se atreve!”; “¡Te voy a...!”; “Matanga... dijo la changa"; "Estúpido Flanders".

(*) Homer: Dios, ¿cuál es el sentido de la vida?
Dios: No, Homer, tendrás que esperar hasta que mueras para saberlo.
Homer: ¡Jo! ¡No puedo esperar tanto!
Dios: ¿No puedes esperar seis meses?
Homer: No, dime...
Dios: Bueno, la razón es que... (Termina el capítulo
)

miércoles, 25 de julio de 2007

Los Simpson: anticipo


Por Roberto Fontanarrosa* (*Radar, Página/12; 22/07/07)

Alguien dijo que para hacer una buena película hacían falta tres cosas: un buen libro, un buen libro y un buen libro. Este creo que es el secreto de Los Simpson como lo fue, a mi juicio, el de El Chavo. Las historias de Los Simpson siempre son inteligentes, intencionadas y con el apoyo de diálogos brillantes. Con una percepción exacta de las desmesuras y exageraciones de una sociedad como la norteamericana. Admito que, si bien me encantan, no soy un fanático seguidor ni un conocedor profundo de la tira. Pero me he reído mucho con algunas entregas y eso no es fácil. El personaje que más me atrae es Homero, que, pienso, le brinda el perfil identificatorio a la serie. Porque no es un personaje malo —villanos hay muchos— sino que es un personaje muy querible dentro de su degradación y su búsqueda permanente de sacar ventajas. Es una bestia que irradia cariño por su familia y nos reivindica a todos como seres imperfectos. En cuanto al dibujo, me parece un dibujo muy efectivo dentro de su primitivismo. Es simple, eficaz y no se confunde con ningún otro. Los Simpson son una vuelta de tuerca a las historias de familias comunes, casi siempre edulcoradas y ejemplificadoras, y pienso que si han sido considerados la mejor tira animada de todos los tiempos, es absolutamente merecido.

Este es el texto sobre Los Simpson que Fontanarrosa escribió para Radar pocos días antes de morir.

martes, 24 de julio de 2007

El aburrir con su contraria


Por Patricio Erb

Caminaba por la calle dictador uriburu escapándome de él (algo tan ingrato nunca puede ser un ella). Por un rato (alrededor de media hora), mientras estaba arriba del 29, pensé que lo había perdido; mi cuerpo se alegró de no percibir más su presencia. De seis y media a siete había sentido la liberación de creerme, aunque sea por unos simples treinta minutos, mil ochocientos segundos, en soledad, sin ese alguien que perturba mi estar; sin ese ser que me agobia, que insiste en acompañarme todo el tiempo, que me despierta cuando me duermo con la excusa estúpida de saciar mi sed, deconstruir mi hambre, satisfacer mis necesidades fisiológicas. No lo quiero ver, no lo quiero escuchar, no lo quiero sentir, sin embargo se niega a ausentarse. A veces pienso que necesita de mí, que necesita de mí complicidad para perturbarme; que si mi ser no le permitiera estar, él desaparecería. Infinidades de veces creo escaparme de él, pero como el ejemplo más imbecil de la naturaleza cíclica, él siempre retorna. Cuando logro olvidarlo, cuando logro encontrarme con ella (porque ella, como todo ella, es agradable, me da placer), él pareciera esfumarse... pero no, él en realidad está ahí, escondido en las sombras, como un nene chiquito que se oculta detrás de un árbol para no ser descubierto y condenado a la suplicia del contar. Él está siempre listo para actuar, está al acecho, esperando a que ella se tenga que ir; porque si ella está, él no tiene espacio, no tiene argumento para un participar. Obviamente que ella es siempre requerida por encima de él, pero justamente al ser más solicitada, menor es su disponibilidad.

Como les contaba, al andar por la calle del dictador, casi al llegar al cruce de la avenida mediterránea lo vi, me buscaba; con su falso cogote, cogoteaba; con sus falaces ojos, observaba; observaba para interceptarme. Ilusoriamente creí perderme entre la gente, entre los economistas, entre los médicos, entre los sociólogos, pero no estaba perdido, él sabía exactamente a dónde me dirigía. Me seguía o me aguardaba, era lo mismo. Encarara por la calle que encarara, él estaría ahí; parado, sentado... era igual, iba a estar. No existía la forma de evitar ese encuentro; resignado, no era posible lograr distracción alguna que anulara su presencia; seguí camino por el dictador que un seis de septiembre de 1930 abrió un siglo golpeador. Falsamente desorientado crucé la calle Juncal. Fui al lugar inevitable. Como muchas veces, una mesa, dos sillas. Luego de pedir un café (con mala cara), me enfrenté con él. Ante mi sorpresa, mi asombro ¿mi alegría? ( sí sí, no seamos injustos, mi alegría), él se fue sin que tuviera que hacer a cambio absolutamente nada. Pasaron algunas horas. Cené. Escribí. No creo que desaparezca para la eternidad. Pienso que su concesión de no estar, de irse, sin mencionar siquiera una irreal palabra, estuvo relacionado con una solicitud de ella; ella, una mujer llamada diversión, que se apiadó aunque sea por un poquito, de mis tardes de verano.

Reseña de libros


Por Juan Terranova*

¿Las editoriales tienen influencia en la opinión sobre los libros? ¿Es el mercado de la reseña literaria ámbito del crimen, o más bien una zona irrelevante de los medios? Algunas respuestas sobre la industria periodistica de la reseña.

José María, lector atento, me dejó un mensaje en el libro de visitas con un par de preguntas. Voy a tratar de responderlas.

¿Cómo juegan las editoriales en las criticas? ¿Influyen en los comentarios hacia un autor o libro?

Lo primero es lo primero: las empresas editoriales tienden a manejarse con corrección cuando entablan diálogo con la prensa. Las causas pueden ser muchas y estar atravesadas por tradiciones históricas y conveniencias varias. Pero, por lo general, el mundo de la cultura tiende a la legalidad, al menos en esa zona. La prensa cultural funciona más por amiguimismo, supuesto prestigio, desinformación y pretensiones de pureza -que no son males menores-, antes que por extorsión monetaria. Aunque, atención, no digo que esto no exista.

Lo que sí es verdad es que hay arreglos de tapas, de entrevistas, de notas y peleas por lugares de privilegio -como pasa en las librerías–, pero en el género que me gusta y me incumbe, el de la reseña de libros, las editoriales se limitan a enviar el libro, como mucho, con una inocente dedicatoria especial del autor. (A veces esto funciona como forma de presión, sobre todo si el autor le reconoce al crítico su libertad de opinión, la fuerza y la precisión de sus ideas y su implacabilidad con los que escriben mal. Es decir, si hay lisonja.)

La influencia de la editorial no tiene, entonces, mayor peso. Mucho más definitivos son el prejuicio del editor o el crítico, sus deudas a cobrar o pendientes con tal autor, sus favores, sus preferencias o su arribismo, que la editorial en sí.

Las editoriales pueden insistir, berrear, enojarse, protestar, pedir o agradecer de rodillas, pero, por lo general, no llegan a conductas que se asemejen a la criminalidad que se ve o se intuye en otros ámbitos del periodismo. (Recordemos que hace poco Jorge Lanata se definió como corrupto a secas por su sola condición de periodista: pero él, gracias a Dios, no escribe reseñas de libros.)

El negocio de las editoriales, a veces millonario, por otra parte, se dirime en un mercado que no es el del suplemento cultural. Por ejemplo, difícilmente veas el nuevo libro de Pettinato en la revista Ñ. Pero el libro tiene, en la tele y en su autor-personaje, un grado de exposición que jamás de los jamases le puede proporcionar un suplemento cultural. Esto nos lleva a las otras dos preguntas.

¿Te parece que una mala critica condiciona el fracaso comercial de un libro? ¿Influye en algo o el lector tiene elementos propios para decidir por sí o por no la compra de un libro?

Hasta que punto afecta a un libro una reseña es muy difícil de comprobar empíricamente. No creo, en cualquier caso, que una mala crítica pueda liquidar un libro. En un mundo de indiferencia que alguien hable mal de algo no es tan negativo. Una nota en contra posiciona el producto, genera polémica y curiosidad y hasta puede incidir en el mundo intelectual. Sí creo que una buena reseña pueda hacerle vender un par de libros más. Esto se relaciona con las otras preguntas: al no poder hacer variar las ventas, las reseñas no resultan atractivas para el tongo.

En este plano, creo que la crítica literaria en la Argentina es lo suficientemente autónoma, soberana y cimarrona como para estar orgulloso. Tiene, por supuesto, otros vicios. Pero cuando se trata de una reseña, las cosas, por lo general, quedan entre el crítico y el libro. Muy probablemente esto se deba a su intrascendencia. Pero, seamos honestos, las virtudes no siempre tienen que ver con la voluntad o la premeditación, y muchas veces son conspicuas herederas del descuido y la abulia.

(*Publicado en Hipercrítico)

domingo, 22 de julio de 2007

Negro C.A.C.


Por Ignacio Maciel

Para aquellos que no creemos en la literatura como un mero cúmulo de tecnicismos o como un espacio de prédica moral o como el lugar privilegiado desde cual se enuncian las grandes verdades del alma, la muerte del Negro Fontanarrosa nos deja en pelotas y con un norte menos. Porque el Negro era el primero de la barricada, el que tiraba la piedra y dejaba la mano bien a la vista para que todos los adalides del ceño fruncido la viesen, como diciéndoles: “sí, yo me río, y qué”.

Recuerdo que al viejo Borges, cuando le preguntaban su opinión acerca de eso que se dio en llamar literatura comprometida, siempre respondía lo mismo: “Sólo hay dos tipos de literatura: la buena y la mala”. Las novelas y cuentos de Fontanarrosa van todos a parar derecho a la primera categoría sencillamente porque cumplen con el único requisito con el que debe contar un buen relato: contiene un principio, un nudo y un fin. Punto. Qué carajo significa esa estupidez de hablar de la literatura con cara de prócer y decir, por ejemplo, “es que esta sinécdoque está mal colocada, porque el tiempo verbal de la primer oración…”. Principio, nudo y fin es algo que no le falta a ningún relato del Negro. No me parecen pocos logros para quien será el eterno excomulgado del parnaso de los “grandes escritores”, sólo porqué tuvo el tupé de reírse. Andá tranquilo, Negro. Nietzsche, Henry Miller, Voltaire, Borges y todo el comité de la C.A.C. (Comisión Antisolemne Celestial) deben estar chochos con tu llegada, porque suman un miembro de lujo.

sábado, 21 de julio de 2007

Un hombre absurdo


Por Patricio Erb

Ebrio y fumando me convierto en mi propio Dios. Los segundos, los minutos y las horas de mis días son la eternidad del tiempo. El vacío de la libertad me produce pavor, inmediatamente me vuelco otra vez a la fe de un millón de dioses. La divinidad de un vaso, de una mujer en el subte, de creer que detrás de la puerta existe un mundo, es lo que me mantiene vivo. Descubrir que todo es absurdo no es para nada placentero. Darme cuenta de que levantarme a la mañana, poner en la plancha caliente un pedazo de vaca muerta y alzar el brazo para frenar un colectivo no tiene más sentido que el de la imposición de una moral universal, me causa estupor. Ser libre es el peor castigo para el hombre; uno desea la condena al sometimiento del reloj. Maldigo el día en que me pregunté ¿por qué? No creo en la salida hacia lo que no puedo representarme. Hay que aprender a caminar riéndote de los semáforos, de los vestidos que cubren nuestros cuerpos, de los horarios de los trenes. Se tiene que disfrutar del teatro del mundo consciente de que uno es el actor principal.

viernes, 20 de julio de 2007

El cine de Woody


Por Patricio Erb

Seguramente peleándome con nadie, me surgió la necesidad de salir a defender a Woody Allen. Anoche (recién), aprovechando que una amiga me prestó películas del newyorkino para que me grabara, volví a mirar después de mucho tiempo Hannah y sus hermanas.

Durante la película me enojaba mentalmente con aquellos (que no conozco), que adoptaron la costumbre de criticar a “Gudi” porque repite siempre los mismos escenarios: escritor, judío, hipocondríaco, con un edipo irresuelto, que no sabe si quedarse con su bella esposa, irse con su bella amante o volver con su bella ex mujer, que deja de creer en Dios, que necesita encontrar una nueva religión. Pensaba: “qué estúpido(s), si pudiera(n) hacer por lo menos una de esas supuestas películas malas que filma”.

Midnight in Barcelona; El sueño de Casandra (ambas todavía sin estrenar); Scoop; Match Point; Melinda & Melinda; Todo lo demás; Hollywood Ending; La maldición del escorpión de jade; Ladrones de medio pelo y la genial Dulce y Melancólico (para citar, si culturalia no me falla, las últimas diez películas del clarinetista), me permitieron dar cuenta de que es uno de los directores de cine del cual más títulos miré.

Por otra parte, al nombrar todas estas películas (que pude ver, a excepción de las dos pelis que no se estrenaron), logro descubrir que con todas la pasé bien. No existió ningún título por el que diga: “Qué perdida de tiempo” (cosa que me suele pasar en festivales, por ejemplo).

Mientras que en Dulce y Melancólico se puede encontrar un maravilloso relato apócrifo sobre el guitarrista Ray Emette (fanático del real Jean Baptiste "Django" Reinhardt), en Scoop los ojos agradecen la actuación de una bellísima Scarlett Johansson junto a un sobrio Woody Allen que, a pesar de tener a una joven esposa en la vida real (Soon-Yi), comenzó a reservarse papeles de viejito simpático, que posiblemente provocan envidia en muchísimos otros comediantes.

Fue entonces al enumerar que el cineasta genio judío había filmado diez películas (buenas, más o menos y no tan malas, que hicieron que la pasara bien) en los últimos diez años (por tiempo, espacio y ganas no escribiré nada sobre sus otras veintipico de películas... sería afano), me dije a mi mismo: “Por qué demonios se te cruzó por la cabeza un segundo criticar a Woody Allen; dedicate a mirarlo; disfrutalo, loco”.

jueves, 19 de julio de 2007

Vineland


Por Patricio Erb

“Discuten como teólogos sobre los motivos de Brock para quererme, por decirle así, congelado. `Fue todo por amor´ , dice uno, y el otro responde `Tonterías, fue un asunto político´. `Un poli rebelde, con su propio programa, profundamente personal´. `Simplemente siguiendo las órdenes de un régimen represivo basado en la muerte´. Y así todo... los oigo bien entradas las rítmicas horas de penumbra, los últimos vestigios de mi guarida de honor, fieles hasta la última cochera, el último rechazo”.

Thomas Pynchon, Vineland. Editorial TusQuets.

Una road movie que jamás se filmó. En mi iniciación con Thomas Pynchon encontré una maravillosa catarata de imágenes que afloran entre las letras. Una ciudad inventada en California: Vineland. Un década: los ochenta. La resaca de un grupo de personas que en los sesenta fue por todo, pero que ahora (en los años de Reagan) se halló con el new age, el relativismo acéfalo posmoderno... el vacío. Una excusa: Prairie, una adolescente de 15 años que sale en busca de su madre (Frenesí), a la que apenas conoció. La joven señorita (un anticipo de la generación X), es la que, incentivada por la curiosidad de averiguar su historia, nos permitirá imaginar los sesentas californianos: sueños de revolución entremezclados con guevarismos de remera; superación capitalista lisérgica subsumida en comunidades hippies masturbatorias; jóvenes idealistas atrapados (de un día para el otro) en programas gubernamentales de “Reeducación Política”.

Pynchon relata a través de la búsqueda de Prairie, que la vida no es el bien o el mal; que no existe lo puro, lo inmaculado; que la historia ocurre en el barro donde inevitablemente las personas se ensucian. El autor muestra la eficacia del aparato burocrático de los Estados Unidos (adaptable a cualquier país) y cómo el Terrorismo de Estado (a través de su accionar represivo), es capaz de corromper las conciencias más radicales, incluso aquellas que estaban lanzadas, tal vez de una manera fundamentalista, por una causa revolucionaria. A pesar de ello, el escritor no señala con el índice. En ningún momento juzga que Frenesi (de alto cargo en una organización radical) tuviera a Brock Vond (agente de inteligencia del gobierno de Nixon) como amante. Bajo ninguna circunstancia el autor del libro critica el posterior enrolamiento en el FBI de la madre de Prairie. Mediante Vineland, Pynchon relata de forma lisérgica, el ir y venir de una era californiana que no puede ser contada linealmente.

miércoles, 18 de julio de 2007

Detrás del espejo


Por Patricio Erb

Perdido por la ciudad que siempre duerme, irremediablemente camino por avenidas que conducen a la irrealidad de los sueños. Libros que leen a los hombres; perros que pasean de un collar a sus dueños; madres que le levantan las polleras a sus hijas; cafiolos gritando piedad ante los gargajos de la putas; Buenos Aires mirando al río. Ahí adentro me siento bien, me despierto y me duermo mil veces feliz; ciego, sordo, mudo... me alcanzan los aromas y las curvas de los cuerpos de mujer; con ellos veo sus ojos, escucho sus susurros y les digo palabras maravillosamente podridas al oído. Detrás del espejo pierdo el respeto: escupo a las viejas, meo en los buzones, insulto a la policía... escribo, simplemente escribo.

martes, 17 de julio de 2007

El sobrio Raymond*


Por Patricio Erb

"En honor a Chandler" quisiera escribir una carta contando las vicisitudes de lo que fue el inicio de una escalada matrimonial entre mis amigos de la primera edad, pero las letras del acontecimiento tendrían que tener como escenario al crimen y al hampa, además de Philip Marlowe como protagonista del relato. Más allá de que el señor del Sueño Eterno supo contar el detrás de escena de, por ejemplo, la alfombra roja hollywoodense alejándose así de los taqueros corruptos y los proxenetas, pienso que Capote sería el sujeto ideal para comentar la fiesta del sábado: el viejo puto que te mira la pija de reojo desde el mingitorio vecino; la madre de la novia que se siente "viva" al calentar a los amigos del yerno con sus tetas de 2500 pesos y un culo duro de más de diez horas de gimnasio por semana, mientras su esposo se emociona como un mariconcito cuando proyectan fotos de cuando era chiquita "la princesita" que ahora coge como una yegua (varios de los que estaban en el casamiento la probaron); las que sienten el estigma de la soltería aunque tengan ventitantos; los "le doy cinco años", vaticinio infaltable de la puta envidiosa que se dice "la mejor amiga"; la adolescencia contigua de los idiotas amigos del novio que encuentran su orgasmo saltando como energúmenos en el medio de la pista, al unísono que las viejas se sientan atemorizadas a que un empujón las haga tropezar fracturándole la cadera; las chicas que dicen "qué pendejos" (en relación a los idiotas amigos del novio); el alcohol mal tomado: cerveza, vino, whisky sin disciplina que lleva a arrojar cualquier cosa: pan, cuchillos, tenedores y centros de mesa de una punta del salón a la otra, cortándole la frente a un familiar cercano de "la princesita" vestida de blanco, que como loco quiere ir a agarrarse a piñas con los diez flacos que antes saltaban como energúmenos en el medio de la pista; la novia que empieza a discutir con el novio, que intenta explicarle la actitud de los amigos; el sector femenino que se junta: viejas, veteranas y pendejas que desaprueban la desubicación de los jóvenes licenciados en facultades privadas, que el lunes contarán en la oficina que estuvieron en un casamiento "de puta madre"; los mozos que cumplen la orden de cuidar el establecimiento persiguiendo toda actitud sospechosa de los adolescentes contiguos, quienes a esa altura de la madruga ya tienen la camisa afuera del pantalón y el nudo de la corbata aflojado hasta el pecho; el carnaval carioca disfrazado de cuartetazo cordobés; el corte de la torta (posterior a la tira de la cintita con el anillo que sacó una gordita, que festeja a pesar de que la totalidad de los invitados que la miran piensan que jamás en su vida llena de pajas se va casar); el ocultamiento del desayuno para que todos se las empiecen a tomar; el souvenir; los abrazos; los repetitivos "felicidades"; el cansancio que acosa; y finalmente, la resaca de una fiesta interminable que seguramente el sobrio Raymond hubiera detestado.

*Relato de un casamiento (marzo 2007)

La muerte de Borges


Por Patricio Erb

Las posmodernas enciclopedias carentes de papel afirman que respiró por última vez un sábado 14 de junio de 1986, sin embargo un grupo íntimo del cual quedaba excluida la mismísima Mary asegura que Jorge Luis Borges falleció casi nueves días después, un domingo 22 de junio durante una cálida y estrellada noche de Ginebra. Dan fe que el escritor imposibilitado del sentido de la vista ingresó a la Biblioteca de Babel casi a medianoche, luego de un atardecer infinito de magia.

Garantizan que Georgie (recostado en su catre con su rostro mirando al cosmos), se durmió para siempre con el dibujo de una sonrisa en sus comisuras, acompañado de un puta que, todavía junto a él, comentaba la venganza del Imperio Azteca en el monstruo del Distrito Federal.

La prostituta lo había acompañado durante todo el mes de junio ante la mirada celosa de la Mary que, resignada, observó como el escritor decidió pasar sus últimos días escuchando el relato de la vida de una vieja madame, una intrusa que se había llevado consigo desde la querida no tan Buenos Aires escondida en su equipaje.

Borges había fingido fallecer con anterioridad, para evitar ser descubierto de sus ocultas pasiones. Consciente de que le quedaba poco tiempo de vida, el hacedor de malevos quería disfrutar de la compañía de ella y de lo que había sentido durante todo el siglo veinte transcurrido.

Los primeros ataques que lo llevaron a su encierro emocional sucedieron en su infancia. Cuando aún no había cumplido los diez años de edad, fue sorprendido por su padre jugando en los picados de fobal que se armaban los sábados al atardecer en la calle Tucumán, a una cuadra de la casa familiar. Dicen los comentarios que sobrevivieron de ese día, que Borges jugó en soledad como centrofoward, en una equipo netamente defensivo que sólo lo buscaba con largos pelotazos.

Sus compañeros, hasta el momento de la intromisión de su progenitor, estaban más que conformes con su sacrificio que lo llevó a tener una importante posibilidad de gol: un centro de frente recibido de espaldas al arco, que desvió con el parietal izquierdo obligando al joven arquero (recién arribado del Sur de Italia), a esforzarse hacia su siniestra para detener el disparo.

El castigo propinado por el intelectual anarquista Jorge Guillermo Borges hacia su hijo sepultó públicamente, casi de forma definitiva, el ardid popular que irradiaba Jorge Luis. Borges padre, discípulo de Spencer, no podía bajo ningún punto de vista concebir que su hijo fuera alineado por las masas que palpitaban ciegamente, ausentes de toda razón, los placeres del football.

Regresado de su adolescencia en Ginebra y (fugazmente) en España, el otro, el mismo, no pudo contener su nacional populismo a flor de piel y expresó, en no pocas oportunidades, su devoción por los caudillos Juan Manuel de Rosas y el cariñosamente llamado (por lo menos de su parte) “Peludo”. Asimismo, se pudo escuchar alguna vez que un relato de la historia universal de la infamia, que revelaba su simpatía (con-pasión) por la Revolución Rusa, fue censurado por Natalio Botana, quien dijo que quería cuidarlo de las “violentas expresiones reaccionarias de la sociedad”.

Día a día Borges fue autoconvenciéndose de que la Argentina tenía que ser gobernada por los iluminados próceres del ´80. Próceres de los cuales nada se persuadía Jorge Luis sobre su verdadero nacionalismo. Próceres que provocaron, en algún momento, el único insulto que se le escuchó decir al (nada) políticamente correcto Georgie a lo largo de su vida.

Y un diecisiete de octubre llegó el pueblo a la plaza, los bombos acompañaban lecturas del escritor en su trabajo. Molesto en sus gestos reprimía la felicidad de que los trabajadores vitorearan a su líder, preso por defender lo que era nuestro; Borges parecía ya no ser el mismo Borges.

Pasaron los días, pasaron los años, pasaron las décadas, el país ya tenía un real antes y un después. Ese hombre junto a esa mujer se habían instalado de alguna manera en nuestros interiores (entiéndaselo en el sentido que se quiera). Es difícil explicar cómo fue el ingreso de ese hombre, esa mujer y toda su mística, sólo sabemos que están ahí, existen y nunca nos dejarán. Es por eso que es necesario adoptarlos, reconocerlos, reinstruirlos y vivir con ellos.

Es imperioso convivir permanentemente con lo que para Jorge Luis Borges solamente fue su último día: un relator inglés en el cuerpo de una prostituta que, impávido, describía como marradouna dejaba ingleses en el pasado (inmediato) del escucha, de ese escucha que viejo y cansado agarró a la puta con la izquierda y, levantándose de la catrera, gritó "goul" sin importarle nunca más la presencia de lo popular en su finitud...