martes, 24 de julio de 2007

El aburrir con su contraria


Por Patricio Erb

Caminaba por la calle dictador uriburu escapándome de él (algo tan ingrato nunca puede ser un ella). Por un rato (alrededor de media hora), mientras estaba arriba del 29, pensé que lo había perdido; mi cuerpo se alegró de no percibir más su presencia. De seis y media a siete había sentido la liberación de creerme, aunque sea por unos simples treinta minutos, mil ochocientos segundos, en soledad, sin ese alguien que perturba mi estar; sin ese ser que me agobia, que insiste en acompañarme todo el tiempo, que me despierta cuando me duermo con la excusa estúpida de saciar mi sed, deconstruir mi hambre, satisfacer mis necesidades fisiológicas. No lo quiero ver, no lo quiero escuchar, no lo quiero sentir, sin embargo se niega a ausentarse. A veces pienso que necesita de mí, que necesita de mí complicidad para perturbarme; que si mi ser no le permitiera estar, él desaparecería. Infinidades de veces creo escaparme de él, pero como el ejemplo más imbecil de la naturaleza cíclica, él siempre retorna. Cuando logro olvidarlo, cuando logro encontrarme con ella (porque ella, como todo ella, es agradable, me da placer), él pareciera esfumarse... pero no, él en realidad está ahí, escondido en las sombras, como un nene chiquito que se oculta detrás de un árbol para no ser descubierto y condenado a la suplicia del contar. Él está siempre listo para actuar, está al acecho, esperando a que ella se tenga que ir; porque si ella está, él no tiene espacio, no tiene argumento para un participar. Obviamente que ella es siempre requerida por encima de él, pero justamente al ser más solicitada, menor es su disponibilidad.

Como les contaba, al andar por la calle del dictador, casi al llegar al cruce de la avenida mediterránea lo vi, me buscaba; con su falso cogote, cogoteaba; con sus falaces ojos, observaba; observaba para interceptarme. Ilusoriamente creí perderme entre la gente, entre los economistas, entre los médicos, entre los sociólogos, pero no estaba perdido, él sabía exactamente a dónde me dirigía. Me seguía o me aguardaba, era lo mismo. Encarara por la calle que encarara, él estaría ahí; parado, sentado... era igual, iba a estar. No existía la forma de evitar ese encuentro; resignado, no era posible lograr distracción alguna que anulara su presencia; seguí camino por el dictador que un seis de septiembre de 1930 abrió un siglo golpeador. Falsamente desorientado crucé la calle Juncal. Fui al lugar inevitable. Como muchas veces, una mesa, dos sillas. Luego de pedir un café (con mala cara), me enfrenté con él. Ante mi sorpresa, mi asombro ¿mi alegría? ( sí sí, no seamos injustos, mi alegría), él se fue sin que tuviera que hacer a cambio absolutamente nada. Pasaron algunas horas. Cené. Escribí. No creo que desaparezca para la eternidad. Pienso que su concesión de no estar, de irse, sin mencionar siquiera una irreal palabra, estuvo relacionado con una solicitud de ella; ella, una mujer llamada diversión, que se apiadó aunque sea por un poquito, de mis tardes de verano.