Por Facundo Carmona
En el bien pensante mundo del jazz parecería que ser blanco y estar vivo es un pecado imperdonable. Tal es el caso de Dave Brubeck que a sus 87 años sigue deslumbrando a la audiencia en esporádicos recitales, así como también sigue siendo denostado por la crítica especializada. Una crítica musical que tan solo se separa de la literaria por una diferencia de grado minúscula, lo cual la posiciona tan solo en la antesala de la solemnidad y el oscurantismo medieval de la segunda.
Se dice que el artista de jazz está constantemente oscilando entre dos orillas: una popular, producto de las raíces del género y otra intelectual, plegada al vanguardismo del mismo. Pero ésta es una división odiosa y especulativa, producto del trabajo del analista cultural que condena o beatifica por medio de un artificio de enclasamiento, que marca con un sello ISO 9001 aquello que merece ser llamado auténtico en el terreno de la música. Donde un día la condena es a la llamada alta cultura y se beatifica lo “popular” sin mínima reserva, y al otro día se recurre a la ecuación inversa sin un leve rubor en las mejillas.
En definitiva, las discusiones son siempre las mismas: si hay un arte auténtico y quién tiene la última palabra sobre la verdad del arte. ¿Existe ésto? ¿La posibilidad de un arte auténtico en detrimento de otro que cargue con la marca de la inautenticidad? Aquí no nos interesa dilucidar un problema de tal magnitud por considerarlo superfluo; o sea, sin magnitud alguna. Para esa tarea ya hay voces gustosas de cantar loas a la buena cultura. Aquí nos interesa centrar nuestra mirada en Dave Brubeck pianista, compositor e interprete padre de dos discos memorables que reseñaremos a continuación: Gone With The Wind y Time Out. Ambos grabados en 1959 con el aporte del genial Paul Desmond en saxo.
DB nació en 1920 en la ciudad de Concord (California) donde se crió en el seno de una familia burguesa y religiosa. De chico no fue abusado sexualmente, no se le murió un hermano ahogado, no trabajó en plantaciones de algodón, no veía a sus hermanos cantar gospel, ni aprendió a tocar el piano con un negrito andrajoso del profundo Mississipi.
Dave era un niño adinerado que tocaba en su piano música clásica, que combatió en la Segunda Guerra, donde se hizo el tiempo de organizar una pequeña orquesta militar, y que de adulto no perteneció a ninguna vanguardia (salvo un octeto experimental de música clásica de corta vida). Hasta que en un día se cruzó la magia de Duke Ellington y, como todo aquél que gusta de la belleza, su vida se vería profundamente trastocada. La música del pianista de Washington lo decidirá a abandonar la música clásica y comprometerse definitivamente con el jazz. Hasta aquí es entendible que una biografía así no despierte mayor interés en la crítica ni en los realizadores de películas multimillonarias.
Sin embargo, la música de Dave ha escrito una de las mejores páginas del Siglo XX. La calidez de su música, la prolijidad de las interpretaciones y el groove (la onda, en criollo), lo ubican como uno de los mayores exponentes del cool jazz. Basta para ello escuchar la deliciosa versión de Georgia On My Mind de Ray Charles grabada con su cuarteto en Gone With The Wind. ¡Si hasta el propio Ray se sacó el sombrero! La dulzura con que es tocada la pieza, la introducción con la melodía del piano a la cual de forma sutil se le agrega el bajo, saxo y batería logran uno momento experiencia sensoria única. ¿Se le puede pedir algo más a la música?
Acto seguido la desfachatez se hace presente con Camptown Races de Stephen C. Foster (1826-1864), una melodía para niños del S. XIX repetida por dos, que electriza y divierte. Tal vez se acuerden de ella, puesto que es la canción que cantaba el Gallo Claudio en los cartoon, aquella del doo-da doo-da. O mismo los tres chanchitos: “quién teme al lobo feroz...”. Hacia mediados del S. XX poner una canción para niños en un disco serio era mínimamente arriesgado. Basin’ Street Blues, Gone With The Wind derraman buen gusto y diversión, la última con elementos de la música europea cierra el disco homónimo de forma magistral.
Time Out sea tal vez, junto con Birth of the Cool de Davis, uno de los discos más representativos del cool. La apertura del disco con Blue Rondo allà Turk esta cargada de sinergia épica al uso de Maurice Ravel. Golpea y mucho, golpea fuerte en el medio del pecho saliendo un poco de la estructura armónica del cool. Aunque la misma es recuperado en el relajado Strange Meadow Lark. Es interesante escuchar la versión de Blue Rondo, enorme y magnificente, hecha por el trío inglés Emerson, Lake & Palmer en el tradicional festival de la Isla de White (1970), una versión rara y eléctrica con componentes del futuro rock progresivo insular.
Pero la pieza que proyecta definitivamente al cuarteto es Take Five. Un clásico del jazz, mal que le pese a muchos. Un tema pequeño, prolijo y sensual que da en el clavo de todo arte: generar un experiencia erótica, placentera en el oyente. Ese es jeite, el gran logro de Brubeck, lograr que una melodía pueda ser gozada por oídos inexpertos, por oídos que tan solo quieren escuchar.
La música de Brubeck logra que la incorporemos a nuestro repertorio cotidiano, que la silbemos de manera desprejuiciada en el colectivo o en el subte en hora pico y que nos robe una sonrisa. Y hay veces que eso es intolerable para aquellos que buscan un canon áureo en el arte. Olvidando que solamente hay libros, discos o pinturas buenas en la medida en que haya alguien que goce en la contemplación, la lectura o la escucha de aquellas obras.
Los temas mencionados, más los restantes que completan los 15 totales de los dos discos, abren la posibilidad de una experiencia erótica, de placer sensual con las armonías. Muchas veces lo espurio, lo simple y lo medido generan un goce directo, inocente, que no necesariamente se liga a una capacidad intelectual… O de clase. Uno puede disfrutar de los saltos de Giant Steps y ver la belleza en la melodía, pero también lo logra la presunta superficialidad de Take Five sin la sofisticación armónica de Coltrane (y amamos al viejo John).
Se dice que el artista de jazz está constantemente oscilando entre dos orillas: una popular, producto de las raíces del género y otra intelectual, plegada al vanguardismo del mismo. Pero ésta es una división odiosa y especulativa, producto del trabajo del analista cultural que condena o beatifica por medio de un artificio de enclasamiento, que marca con un sello ISO 9001 aquello que merece ser llamado auténtico en el terreno de la música. Donde un día la condena es a la llamada alta cultura y se beatifica lo “popular” sin mínima reserva, y al otro día se recurre a la ecuación inversa sin un leve rubor en las mejillas.
En definitiva, las discusiones son siempre las mismas: si hay un arte auténtico y quién tiene la última palabra sobre la verdad del arte. ¿Existe ésto? ¿La posibilidad de un arte auténtico en detrimento de otro que cargue con la marca de la inautenticidad? Aquí no nos interesa dilucidar un problema de tal magnitud por considerarlo superfluo; o sea, sin magnitud alguna. Para esa tarea ya hay voces gustosas de cantar loas a la buena cultura. Aquí nos interesa centrar nuestra mirada en Dave Brubeck pianista, compositor e interprete padre de dos discos memorables que reseñaremos a continuación: Gone With The Wind y Time Out. Ambos grabados en 1959 con el aporte del genial Paul Desmond en saxo.
DB nació en 1920 en la ciudad de Concord (California) donde se crió en el seno de una familia burguesa y religiosa. De chico no fue abusado sexualmente, no se le murió un hermano ahogado, no trabajó en plantaciones de algodón, no veía a sus hermanos cantar gospel, ni aprendió a tocar el piano con un negrito andrajoso del profundo Mississipi.
Dave era un niño adinerado que tocaba en su piano música clásica, que combatió en la Segunda Guerra, donde se hizo el tiempo de organizar una pequeña orquesta militar, y que de adulto no perteneció a ninguna vanguardia (salvo un octeto experimental de música clásica de corta vida). Hasta que en un día se cruzó la magia de Duke Ellington y, como todo aquél que gusta de la belleza, su vida se vería profundamente trastocada. La música del pianista de Washington lo decidirá a abandonar la música clásica y comprometerse definitivamente con el jazz. Hasta aquí es entendible que una biografía así no despierte mayor interés en la crítica ni en los realizadores de películas multimillonarias.
Sin embargo, la música de Dave ha escrito una de las mejores páginas del Siglo XX. La calidez de su música, la prolijidad de las interpretaciones y el groove (la onda, en criollo), lo ubican como uno de los mayores exponentes del cool jazz. Basta para ello escuchar la deliciosa versión de Georgia On My Mind de Ray Charles grabada con su cuarteto en Gone With The Wind. ¡Si hasta el propio Ray se sacó el sombrero! La dulzura con que es tocada la pieza, la introducción con la melodía del piano a la cual de forma sutil se le agrega el bajo, saxo y batería logran uno momento experiencia sensoria única. ¿Se le puede pedir algo más a la música?
Acto seguido la desfachatez se hace presente con Camptown Races de Stephen C. Foster (1826-1864), una melodía para niños del S. XIX repetida por dos, que electriza y divierte. Tal vez se acuerden de ella, puesto que es la canción que cantaba el Gallo Claudio en los cartoon, aquella del doo-da doo-da. O mismo los tres chanchitos: “quién teme al lobo feroz...”. Hacia mediados del S. XX poner una canción para niños en un disco serio era mínimamente arriesgado. Basin’ Street Blues, Gone With The Wind derraman buen gusto y diversión, la última con elementos de la música europea cierra el disco homónimo de forma magistral.
Time Out sea tal vez, junto con Birth of the Cool de Davis, uno de los discos más representativos del cool. La apertura del disco con Blue Rondo allà Turk esta cargada de sinergia épica al uso de Maurice Ravel. Golpea y mucho, golpea fuerte en el medio del pecho saliendo un poco de la estructura armónica del cool. Aunque la misma es recuperado en el relajado Strange Meadow Lark. Es interesante escuchar la versión de Blue Rondo, enorme y magnificente, hecha por el trío inglés Emerson, Lake & Palmer en el tradicional festival de la Isla de White (1970), una versión rara y eléctrica con componentes del futuro rock progresivo insular.
Pero la pieza que proyecta definitivamente al cuarteto es Take Five. Un clásico del jazz, mal que le pese a muchos. Un tema pequeño, prolijo y sensual que da en el clavo de todo arte: generar un experiencia erótica, placentera en el oyente. Ese es jeite, el gran logro de Brubeck, lograr que una melodía pueda ser gozada por oídos inexpertos, por oídos que tan solo quieren escuchar.
La música de Brubeck logra que la incorporemos a nuestro repertorio cotidiano, que la silbemos de manera desprejuiciada en el colectivo o en el subte en hora pico y que nos robe una sonrisa. Y hay veces que eso es intolerable para aquellos que buscan un canon áureo en el arte. Olvidando que solamente hay libros, discos o pinturas buenas en la medida en que haya alguien que goce en la contemplación, la lectura o la escucha de aquellas obras.
Los temas mencionados, más los restantes que completan los 15 totales de los dos discos, abren la posibilidad de una experiencia erótica, de placer sensual con las armonías. Muchas veces lo espurio, lo simple y lo medido generan un goce directo, inocente, que no necesariamente se liga a una capacidad intelectual… O de clase. Uno puede disfrutar de los saltos de Giant Steps y ver la belleza en la melodía, pero también lo logra la presunta superficialidad de Take Five sin la sofisticación armónica de Coltrane (y amamos al viejo John).
La única recomendación para escuchar a Dave Brubeck, es querer prestar oídos de mozalbete a la música que nos llama con el mismo ardor y pasión que hace casi 50 años atrás.