Por Ignacio Maciel
Para aquellos que no creemos en la literatura como un mero cúmulo de tecnicismos o como un espacio de prédica moral o como el lugar privilegiado desde cual se enuncian las grandes verdades del alma, la muerte del Negro Fontanarrosa nos deja en pelotas y con un norte menos. Porque el Negro era el primero de la barricada, el que tiraba la piedra y dejaba la mano bien a la vista para que todos los adalides del ceño fruncido la viesen, como diciéndoles: “sí, yo me río, y qué”.
Recuerdo que al viejo Borges, cuando le preguntaban su opinión acerca de eso que se dio en llamar literatura comprometida, siempre respondía lo mismo: “Sólo hay dos tipos de literatura: la buena y la mala”. Las novelas y cuentos de Fontanarrosa van todos a parar derecho a la primera categoría sencillamente porque cumplen con el único requisito con el que debe contar un buen relato: contiene un principio, un nudo y un fin. Punto. Qué carajo significa esa estupidez de hablar de la literatura con cara de prócer y decir, por ejemplo, “es que esta sinécdoque está mal colocada, porque el tiempo verbal de la primer oración…”. Principio, nudo y fin es algo que no le falta a ningún relato del Negro. No me parecen pocos logros para quien será el eterno excomulgado del parnaso de los “grandes escritores”, sólo porqué tuvo el tupé de reírse. Andá tranquilo, Negro. Nietzsche, Henry Miller, Voltaire, Borges y todo el comité de la C.A.C. (Comisión Antisolemne Celestial) deben estar chochos con tu llegada, porque suman un miembro de lujo.