Por Patricio Erb
Ebrio y fumando me convierto en mi propio Dios. Los segundos, los minutos y las horas de mis días son la eternidad del tiempo. El vacío de la libertad me produce pavor, inmediatamente me vuelco otra vez a la fe de un millón de dioses. La divinidad de un vaso, de una mujer en el subte, de creer que detrás de la puerta existe un mundo, es lo que me mantiene vivo. Descubrir que todo es absurdo no es para nada placentero. Darme cuenta de que levantarme a la mañana, poner en la plancha caliente un pedazo de vaca muerta y alzar el brazo para frenar un colectivo no tiene más sentido que el de la imposición de una moral universal, me causa estupor. Ser libre es el peor castigo para el hombre; uno desea la condena al sometimiento del reloj. Maldigo el día en que me pregunté ¿por qué? No creo en la salida hacia lo que no puedo representarme. Hay que aprender a caminar riéndote de los semáforos, de los vestidos que cubren nuestros cuerpos, de los horarios de los trenes. Se tiene que disfrutar del teatro del mundo consciente de que uno es el actor principal.