Por Quintín* (*Perfil, 22/07/07)
Por una nota de Elvio Gandolfo en este suplemento me enteré de la reedición de las obras de Juan Carlos Onetti, escritor un poco olvidado, tal vez porque Juan José Saer lo desplazó como titular del cupo faulkneriano rioplatense. Sin embargo, en su momento, Cortázar lo declaraba “el más grande novelista latinoamericano” y Roa Bastos, “el clásico por antonomasia de las letras hispanoamericanas contemporáneas”, según una página de Internet que se menciona en esa nota. Tampoco faltan allí elogios de García Márquez, de Carlos Fuentes, de Rulfo, de Octavio Paz. Onetti era un hombre importante, y así lo atestigua un recuerdo de infancia. Una prima mía era compañera de Litty, una de las hijas del escritor. En casa de mis tíos, que no pertenecían al ambiente literario, se hablaba del padre de la chica con admiración y reverencia. Supongo que esto ocurría a principios de los sesenta.
Encuentro en la biblioteca un libro de Onetti editado en 1995. Se llama Confesiones de un lector y reúne sus columnas en la prensa entre 1976 y 1991, cuando el autor ya residía en España. Onetti corrobora su pertenencia a ese gran mundo de las letras latinoamericanas: habla de su amigo Gabo, de su amigo Paz, de su amigo Neruda. También un poco de Borges, pero con una admiración distante, tal vez un poco rencorosa. El libro empieza mal, con un prólogo entrometido y vociferante de Jorge Onetti (otro hijo) que hace añorar a María Kodama, pero permite asomarse a ese momento de la historia cultural a través de las relaciones y, sobre todo, de las lecturas de un artífice importante.
¿Qué leía Onetti? “Rechazo de manera visceral obras que son elogiadas y enaltecidas a lo largo de varias generaciones; de igual modo, amo y envidio libros que casi, casi, han pasado inadvertidos”, afirma. Sin embargo, no hay en las 350 páginas y los 72 artículos que componen el libro una sola referencia elogiosa a un autor que en los sesenta no fuera muy conocido. Su panteón es sorprendentemente jerárquico y acotado a poco más que unos cuantos grandes nombres y algunos autores policiales. No se mencionan más que escritores españoles, ingleses, americanos o franceses (algún ruso es la excepción solitaria). Hay una notoria ausencia de escritores en lengua alemana y de poetas en todas las lenguas.
En cambio, sorprende la continua referencia a Anatole France (“mi amigo inseparable”) entre otros best sellers de la primera mitad del siglo. Pero también, la insistencia y la machaconería con la que Onetti descalifica el boxeo, la televisión, o que Gardel cantara Rubias de New York. Y más aún sus diatribas moralizantes contra cierta literatura que llama “la corriente pornoexcrementicia”: “Si el sucio anciano borracho de Bukowski es un respetable escritor y un guía para la juventud de su país, ya todo es posible”. Onetti la emprende contra lo popular y el sexo explícito, pero tampoco acepta nada que huela a experimentación: ni el Nouveau Roman, ni el estructuralismo, ni la poesía concreta brasileña (“no necesitan poetas sino tipógrafos”). Según él, nada produjo la cultura con posterioridad a 1950. La defensa de ese clasicismo restringido (y que incluye aristas mediocres) se suma a un tono biempensante e ingenuo para los temas políticos. El estilo, que todavía se utiliza en muchos ensayos periodísticos, intenta ser irónicamente literario pero es simplemente engolado: “Porque él había sido iluminado mientras paseaba por los márgenes, que podían ser femeninas márgenes frescas y acariciadas por una suave brisa, a la vera de un bucólico arroyuelo”.
Vetusto es la palabra. Y vetusto se adivina ese mundo derivativo, ordenado y de medio tono que llevó a la gloria a una generación de escritores latinoamericanos. En todo caso, no perdurará por columnas periodísticas que hoy suenan tan arcaicas como las de Onetti. Claro que hay otras, probablemente éstas, que vencen al minuto de ser escritas.