Por Gonzalo Méndez
El Rey sobrevoló Manhattan. Cantó sin cesar temas propios y ajenos, mientras las chicas gritaban enardecidas de placer, y no murió. Hasta tuvo tiempo de encontrarse, en una de esas esquinas, con John, Paul, George y Ringo. El Rey, como de costumbre en sus vuelos nocturnos, vestía su cuerpo con una larga bata de seda color púrpura. En ese preciso instante, en el cual el rock se miró al espejo, el Rey se encontraba sentado sobre un sofá, sosteniendo un bajo Fender, un Jazz Bass, entre sus manos. De repente, los cinco se miraron e, inmediatamente después, tocaron música, vieron TV y se divirtieron sin cesar. También, intercambió en este viaje, el suyo propio, costosos relojes de oro y plata por otros de plástico del ratón Mickey Mouse con los integrantes de Led Zeppelin. Finalmente, regresó a su lugar, a su casa. Aterrizó raudamente en Memphis sin que nadie se de cuenta, salvo Bob, que es muy discreto y que, seguramente, no dirá nada.
El Rey sobrevoló Manhattan. Cantó sin cesar temas propios y ajenos, mientras las chicas gritaban enardecidas de placer, y no murió. Hasta tuvo tiempo de encontrarse, en una de esas esquinas, con John, Paul, George y Ringo. El Rey, como de costumbre en sus vuelos nocturnos, vestía su cuerpo con una larga bata de seda color púrpura. En ese preciso instante, en el cual el rock se miró al espejo, el Rey se encontraba sentado sobre un sofá, sosteniendo un bajo Fender, un Jazz Bass, entre sus manos. De repente, los cinco se miraron e, inmediatamente después, tocaron música, vieron TV y se divirtieron sin cesar. También, intercambió en este viaje, el suyo propio, costosos relojes de oro y plata por otros de plástico del ratón Mickey Mouse con los integrantes de Led Zeppelin. Finalmente, regresó a su lugar, a su casa. Aterrizó raudamente en Memphis sin que nadie se de cuenta, salvo Bob, que es muy discreto y que, seguramente, no dirá nada.