Por Facundo Carmona
Wayne Rodgers esquiva el primer golpe destinado a su mandíbula con una habilidad sorprendente. Su cuerpo aún recuerda la infancia en Tucson, el hostigamiento de su padre y las privaciones del ghetto. Aunque, tal disponibilidad, no alcanzó para evitar el segundo puño, que se incrusta en su estómago con la fuerza de una maza hidráulica.
El oponente lo mira y ríe a carcajadas. Mientras que una vibrante risotada nace en lo más profundo de su cavernosa caja torácica. Festeja feliz el ocurrente golpe. Su cuerpo también dispone de habilidades que exceden el talento que detenta como bajista. Charles está contento, hace tiempo que no es tan feliz, su amor se contagia al resto de la Sala A de los Estudios X que también carcajea de forma indócil.
El clarinetista Wayne escapa de una pertinaz lluvia de hielos, mientras Jack vuelve a bailar entre los vasos de la banda. No da crédito a lo que ven sus ojos, una fiesta salvaje se materializa en la sala y la música invade hasta el último espacio disponible. El cacique de la tribu echa a los últimos elementos que llamaban a sosiego y comienza a tocar con una pasión abrasadora, tensando las cuerdas de su contrabajo al máximo de su complexión.
El Quinteto se ha diezmado, los pocos curiosos y directivos que quedaban escapan, como cucarachas, por los pasillos de los Estudios X. Tan solo Tony Morello y dos secretarias de color son aceptados en el festejo. Mientras tanto, los cuerpos de los músicos se contorsionan sobre los instrumentos, Mingus grita, golpe de timón, el tempo se hace más rápido, se amplifican los sonidos. La música sigue hasta entrada la madrugada. Esa noche han nacido melodías que precederán a sus intérpretes, momentáneos jugadores, en su etérea belleza.