Por Gonzalo Méndez
La escalera que subo me lleva hasta una habitación amplia, repleta de personas que aguardan, agazapadas, el exacto momento, el instante adecuado para actuar. Un poco más arriba, cerca del techo y al fondo, suena la música, que pasa inadvertida, desapercibida. Flota en el aire al compás de cuatro televisores que esputan imágenes vacías y aterradoras de una escrupulosa realidad. Una realidad que no hace más que ser y que se derrama al ritmo de las páginas volteadas, unas después de otras, por la chica que está sentada por allá.
De repente me doy cuenta que estoy ahí y que soy parte de todo eso; veo como esa cara suave, infestada de las fotos coloridas de la revista Gente, observa hojas caer y acumularse unas sobre otras. Hay algo que conecta todo, que une los movimientos y las acciones del mundo; la escalera de la música, los televisores a las páginas; y que me encastra a mí con ellos en un ir y venir. Creo.
De repente me doy cuenta que estoy ahí y que soy parte de todo eso; veo como esa cara suave, infestada de las fotos coloridas de la revista Gente, observa hojas caer y acumularse unas sobre otras. Hay algo que conecta todo, que une los movimientos y las acciones del mundo; la escalera de la música, los televisores a las páginas; y que me encastra a mí con ellos en un ir y venir. Creo.