Por Gonzalo Méndez
Como todos los días, el reloj despertador rojo sonó a las ocho y media; los mismos cinco sonidos de ayer se repetían hoy con idéntica frecuencia. Un rápido movimiento de la mano derecha de Emanuel apagó el reloj, que había quedado apoyado sobre un libro abierto de Albert Camus. Emanuel se levantó de la cama y salió de su habitación.
En la cocina, sentado en un banco, desayunó sin reparar en lo que comía y bebía; después bajó las escaleras de su casa y caminó hasta la parada del colectivo. Con una bufanda gris y gruesa alrededor de su cuello intentaba combatir y amortiguar el frío que castigaba los cordones de la Avenida Santa Fé. Hurgó en el bolsillo derecho de su saco negro talle 58, comprado por su ex años atrás, y encontró unas monedas de curso legal que le servirían para pagar el viaje. Las contó con tranquilidad; tenía justo noventa centavos. Alzó la vista y extendió su brazo derecho con suavidad; el colectivo se detuvo.
Subió de a uno los escalones del estribo, saludó al chofer y pagó su boleto. Levantó su cabeza y miró hacia el fondo: un asiento libre en la fila de a dos. Se sentó en él y encendió su reproductor de mp3, mientas cerraba sus ojos lentamente. De repente, los párpados dejaron al desnudo las dos grandes esmeraldas de Emanuel, quien observó que el colectivo estaba a punto de doblar por la calle Maipú, dejando a un lado, y detrás, la plaza San Martín.
Fue en ese instante –después de girar– cuando dos personas que viajaban con rumbo, pero sin saber sobre el destino, se levantaron al mismo tiempo (al unísono); crearon en el tiempo y en el espacio una armonía con perfección musical. Un haz de sensaciones estremeció a Emanuel.
Aunque aturdido, en seguida escuchó (a pesar de los auriculares que llevaba puestos) un murmullo y una voz tenue que decía permiso; luego el timbre. El colectivo se detuvo por unos segundos y Emanuel giró su cabeza hacia la derecha; alcanzó a ver, a través de la rota ventanilla, una mujer que sonriente doblaba por la esquina. Emanuel pensó y volvió a pensar…
El colectivo continuó avanzando hacia un lugar y ninguno. Atrás quedaba un volquete repleto de escombros, un hombre que esperaba parado a un encargado, un pibe de un delivery, y las personas que iban y venían. Un escalofrío recorrió fugazmente el cuerpo de Emanuel; entrecortado inspiró y exhaló. Sintió, por fin, algo. Y decidió, de inmediato, que ese día no iría, que ya no volvería.
Emanuel se puso de pie, pidió permiso y tocó el timbre; la puerta del 17 se abrió y, cuando el colectivo aún estaba en movimiento, se tiró. Mientras tanto, otro reloj empezaba a sonar en otra habitación.
Como todos los días, el reloj despertador rojo sonó a las ocho y media; los mismos cinco sonidos de ayer se repetían hoy con idéntica frecuencia. Un rápido movimiento de la mano derecha de Emanuel apagó el reloj, que había quedado apoyado sobre un libro abierto de Albert Camus. Emanuel se levantó de la cama y salió de su habitación.
En la cocina, sentado en un banco, desayunó sin reparar en lo que comía y bebía; después bajó las escaleras de su casa y caminó hasta la parada del colectivo. Con una bufanda gris y gruesa alrededor de su cuello intentaba combatir y amortiguar el frío que castigaba los cordones de la Avenida Santa Fé. Hurgó en el bolsillo derecho de su saco negro talle 58, comprado por su ex años atrás, y encontró unas monedas de curso legal que le servirían para pagar el viaje. Las contó con tranquilidad; tenía justo noventa centavos. Alzó la vista y extendió su brazo derecho con suavidad; el colectivo se detuvo.
Subió de a uno los escalones del estribo, saludó al chofer y pagó su boleto. Levantó su cabeza y miró hacia el fondo: un asiento libre en la fila de a dos. Se sentó en él y encendió su reproductor de mp3, mientas cerraba sus ojos lentamente. De repente, los párpados dejaron al desnudo las dos grandes esmeraldas de Emanuel, quien observó que el colectivo estaba a punto de doblar por la calle Maipú, dejando a un lado, y detrás, la plaza San Martín.
Fue en ese instante –después de girar– cuando dos personas que viajaban con rumbo, pero sin saber sobre el destino, se levantaron al mismo tiempo (al unísono); crearon en el tiempo y en el espacio una armonía con perfección musical. Un haz de sensaciones estremeció a Emanuel.
Aunque aturdido, en seguida escuchó (a pesar de los auriculares que llevaba puestos) un murmullo y una voz tenue que decía permiso; luego el timbre. El colectivo se detuvo por unos segundos y Emanuel giró su cabeza hacia la derecha; alcanzó a ver, a través de la rota ventanilla, una mujer que sonriente doblaba por la esquina. Emanuel pensó y volvió a pensar…
El colectivo continuó avanzando hacia un lugar y ninguno. Atrás quedaba un volquete repleto de escombros, un hombre que esperaba parado a un encargado, un pibe de un delivery, y las personas que iban y venían. Un escalofrío recorrió fugazmente el cuerpo de Emanuel; entrecortado inspiró y exhaló. Sintió, por fin, algo. Y decidió, de inmediato, que ese día no iría, que ya no volvería.
Emanuel se puso de pie, pidió permiso y tocó el timbre; la puerta del 17 se abrió y, cuando el colectivo aún estaba en movimiento, se tiró. Mientras tanto, otro reloj empezaba a sonar en otra habitación.