Por Gonzalo Méndez
Trajes que duermen, corbatas que sueñan y bostezan, mientras cuatro televisores escupen noticias, dibujos animados y fútbol. Un gol. Llamadas y más llamadas, en una habitación de vistas perdidas, que no se encuentran, que no se miran. Un grito. Revistas que creen consumir en un suspiro la angustia, la impaciencia y la espera de sus lectores. El tiempo. Una mentira.
Una cabeza apoyada en una mano que piensa, cansada y preocupada. El colectivo acaba de pasar detrás de mí, por la calle Talcahuano, es el 39 que quizás, en algún momento, llegue a Constitución…
Es el viaje que ella no tomó, que no eligió, es el que la desespera hoy, aquí, en esta sala fría, blanca, inmaculada y luminosa. Si tan solo hubiera bajado las escaleras y extendido su brazo, si tan solo se hubiera atrevido, animado a decir: “Hola, uno de 90”, hubiera sido lo que ahora no es. Su destino, y su vida, serían otros, y ella lo hubiera elegido, nadie más.