Por Gonzalo Méndez
Levitar, sostenerse en el aire, como pisar sobre el agua. Quedar suspendido en el viento, mirando el techo de las nubes. Una sensación de libertad mezclada con sudor en las manos. Una revolución interna que sube y baja, eludiendo las rugosidades internas, del estómago hasta la garganta. Un instante eterno que retornará. El presente que se manifiesta en toda su temporalidad. Un hombre que no sabe quien es, que mira el espejo y sus pies, y no encuentra el lugar en el que está parado. El avión despega.
Unas voces se escuchan en idiomas incomprensibles, mientras una mujer parada gesticula con sus manos, al mismo tiempo que sostiene utensillos inútiles. Explicaciones vanas, que de nada servirán al caerse, más si uno ya está caído. La brisa brama y las nubes dibujan siluetas y figuras negras sobre un suelo lejano y verde. El sol, es nuevo todos los días, y el mismo.
Como unas galletitas sin sabor y sin saber porqué. Ingiero un vaso de agua en las alturas, insípido, inodoro e incoloro. En la boca me meto, absurdamente, un pequeño trozo de algo dulce y duro, que se deshace con la saliva de mis entrañas. Un libro me habla, mientras me escruta sigiloso y sagaz. Lo abro y le hago el amor en cada línea que subrayo con el lápiz de grafito 1210/B. Llega a su clímax, está extasiado…
Las mismas voces, pero otras, se oyen. Dicen que estamos llegando a algún lugar. Me detengo por un segundo y me doy cuenta que no estoy solo, hay gente a mi alrededor. Empiezo a sentir que me desinflo y que la magia, que me permitía pisar sin un suelo, se acaba. La máquina se detiene. El viaje parece terminar.