miércoles, 10 de octubre de 2007

Born to kill... or to die


Por Ariel Cappelletti

La generación de los que rondan los 30 abriles, tuvo el privilegio (nunca mejor pronunciada la palabra) de evitar la colimba, sin recurrir a sobornos, números bajos y demases. Aunque nunca falta algún trasnochado (torturador y aspirante a diputado con nombre de hamburguesa), que desea desde su nacionalista alma, reimplantar el servicio militar obligatorio, yo sé que esta tortura mental y física, es cosa del pasado.

Como no tuve la oportunidad de correr, limpiar y bailar (la primera sílaba de cada palabra, forman juntas “colimba”), creo que el testimonio de un músico y escritor español, llamado Roberto Moso*, es bastante exacto en lo que a sensaciones se refiere, respecto al cumplimiento del servicio obligatorio, en este caso en España, y aunque más no sea en 1982, la lógica y disciplina militar han sido siempre las mismas a lo largo de los últimos siglos, y en cualquier parte del mundo…

Aquí, un extracto del testimonio…

Fue un año (más de catorce meses en realidad) muy duro para todos. Antes de ir, yo trataba de imaginar cómo sería eso de la mili (en alusión a la colimba) y me veía a mí mismo en un campamento gigante, corriendo y saltando con un fusil en los brazos. La clave para no sufrir más de la cuenta estribaría en no llamar mucho la atención. Lo que no sospechaba es que por encima de cualquier penuria física, la lección que te da una situación como esa es mucho más triste: baja a niveles subterráneos tu concepto de la humanidad. Lo peor no es que una cuadrilla de fascistas peligrosos traten de convertirte en un puro número descerebrado, lo peor es comprobar lo fácil que cuajan sus valores entre la tropa. Los soldados más aterrorizados en los primeros meses son los que más y peores gansadas harán a los nuevos en la fase final. Yo mismo, que me consideraba inmune a algo así, me sorprendí reclamando mi condición de “bisabuelo” en alguna patética ocasión. En 1982, el servicio militar era ya un tremendo anacronismo. Jóvenes ilusionados cercanos a la veintena, encerrados en un ensayo delirante donde aprendíamos cosas tan interesantes como hacer guardia, limpiar coches, barrer patios enteros o fregar la vajilla de un regimiento, todo en nombre de la patria y a toque de corneta. Eso sí, la bebida era tentadoramente barata y las constantes y abundantes borracheras nunca eran un pecado grave.

Sí, yo también tuve mis camaradas inolvidables y mis “historias de la puta colimba”, pero soy consciente de lo insoportable que suelen resultar estos anecdotarios. Hay además un Roberto de veintidós años que martillea mi conciencia con un mensaje de odio: “Esto no lo debes olvidar nunca, ¡nunca!”. Ese Roberto, joven e indignado, está hacinado junto con otros reclutas congelados en un camión destartalado que avanza a duras penas por un camino embarrado. Llueve intensamente. Volvemos de unas maniobras en Irati, en los Pirineos navarros y han muerto tres personas: dos soldados y un sargento. Uno de los soldados era un recluta asustado que se pegó un tiro, los otros dos murieron electrocutados al elevar una antena que tocó con un cable de alta tensión. Si buscas en los periódicos del año no encontraras nada en absoluto. Los cuarteles eran un mundo hermético.

Pero, si me permitís, la colimba tenía algo positivo. Es difícil, yo diría que imposible mimetizarse de verdad con ciertos niveles de humillación humana. Como muy bien cantaban los ESKORBUTO: “Los que trabajan se ríen de los parados, y los que están libres de los encarcelados”. Por mucho que nos hablen del hambre en el mundo, de la situación de Liberia ó Burkina Faso, del Africa negra, por mucho incluso que nos acerquemos por allí con nuestra cámara de vídeo a pasar unos días, nada hace tan solidario como ponerse en la piel de otro. No pretendo comparar circunstancias, por supuesto, me refiero al simple hecho de conocer otra “calidad” de vida.

Al poco de llegar, cuando todavía estaba vestido de calle y con mis melenas al viento, no puse bien la postura de firmes y un alférez de complemento de Logroño (Nota de Cape: es decir, otro salame que estaba haciendo la colimba) me soltó una trompada inopinada. Era algo que no estaba en mi registro. Un desconocido de mi edad aproximada, disfrazado de soldado, me daba un doloroso sopapo, que incluso me desplazó de mi sitio en la fila, y todo porque no tenía las manos correctamente colocadas. A continuación, además, se alejó mirándome desafiante durante unos segundos con malvada satisfacción.

No era la primera vez que me pegaban, antes ya había tenido alguna experiencia al respecto, en algún encontronazo callejero, pero no había comparación posible. Tampoco las pocas tortas que me dieron en la escuela se pueden equiparar. Devolverle la trompada al chaval de turno con el que te peleas por la calle, es un riesgo que tú mismo calibras y no hacerlo puede ser pura prudencia e incluso realismo. Rebelarse contra el profesor de mano floja (especie extinguida según me dicen) sólo estaba al alcance de míticos alumnos rebeldes que (¿casualidad?, ¿leyenda urbana?) nunca estaban en mi clase. Aquello fue distinto, mientras el bobito de la estrella en la gorra se alejaba de mí, mi dolorido moflete me decía: “Entérate Roberto, aquí pueden caerte sopapos simplemente porque estás aquí. Ese absurdo espejismo de libertad que poseías, que en realidad te parecía escaso (Dios mío, que relativo es todo) no era más que una de las muchas situaciones que te pueden tocar en la vida. La Constitución, el Estatuto, las leyes... no valen para nada entre estos muros. Bienvenido a la lógica militar”.

Mi servicio a la Patria empezó en Vitoria (Bilbao), donde desfilé y desfilé hasta convertirme en un perfecto muñeco mecánico. Todos los días bajaba a formar al toque de diana inmerso en una marabunta enloquecida. La voz de mando bramaba aquello de “los diez últimos arrestados”, siempre tenía que haber diez últimos, con lo cual, siempre había diez desgraciados que tenían que contribuir al fregado de cachivaches y utensilios de todas las compañías. Los primeros días, movido por un reflejo absurdo de rebeldía, bajaba despacio, a un ritmo “racional”.

Hasta que entré en el grupo de los “agraciados” y me arrestaron a cocina. Allí tuve que fregotear toda la vajilla del mundo bajo las órdenes de un brigada “nazi” que me zarandeaba sin contemplaciones. Me asignaron el privilegio de lavar los platos de una compañía que se encontraba en cuarentena por dos casos de meningitis. A partir de aquella experiencia, yo también bajaba las escaleras al toque de corneta empujando a quien se pusiera por delante y abriéndome paso con los codos. A mis 22 años era de nuevo un niño asustadizo y amedrentado, uno que se peleaba por llegar a tiempo a la formación: una fila de conmovedores espectros en calzoncillos y botas militares tiritando bajo los rigores del invierno vitoriano.

Tras la payasada de la jura de bandera me destinaron a Donostia y allí fui conociendo diversos estadios de la degradación humana. No viví en propia carne las novatadas porque nada más llegar me enviaron a las ya mencionadas maniobras. Me juré odiar hasta la muerte y ahora soy incapaz de llegar a tanto.

*Escritor de los libros "Flores en la basura", "Los días del Rock Radikal", "Algorta" y cantante del grupo Zarama (en euskera: basura), banda de rock vasca (1977-1994), que influyó en la formación de la escena del rock radical vasco.