jueves, 11 de octubre de 2007

Servilletas...


Por Isidoro Gómez Torre

Martín abre los ojos con dificultad, le duele la cabeza. Chasquea la boca pastosa, espera que el dormitorio deje de girar, y se levanta de la cama. Sin dispensar una palabra a sus padres que, encorvados sobre la mesa, observan la humeante fuente de ravioles, cruza el living a toda velocidad y se mete en el pequeño baño de servicio; un fuerte retorcijón le recorre la panza. Mantiene la luz apagada, le molesta el reflejo en los ojos, y trata de recordar que hizo la noche anterior.

Algunos fogonazos mnémicos lo ubican en el sótano pop al que había ido con Walter y Marcos: las chicas que repartían caramelos y gajos de naranja en bandejas de cerámica, los tragos multicolores, que por exóticos no lavaban el mal gusto de la boca, un número de teléfono anotado en una servilleta arrugada. Muchas veces pensó en llevar una birome (así no tenía que pedir lápiz y papel en la barra), pero había desistido frente al escaso nivel de sus conquistas… No justificaban el implemento. Alguien golpea a la puerta. Es su madre que le pregunta si está bien. “Sí, sí…”, dice Martín. “¿Necesitas algo?”, insistió la madre. “No, ya voy”, respondió Martín echándola.

Sale del baño a los tumbos y busca en el jean el número de teléfono. No lo encuentra, lo había quemado a la salida. Una estudiante de letras, ávida lectora de Henry Miller. No merecía que la llamen, pensó, una mujer que lee a Miller lleva su vida sexual con el erotismo de una soft porno barata. Y se sentó a la mesa a compartir la cena dominical.

El día estaba oscuro y frío, el receso de invierno le había sacado los partidos y la Facultad. Sin exámenes y Fútbol de Primera la cosa se complica, le había dicho Walter antes de dejarlo en su casa. Recordó la vuelta en el auto de Walter; habían agarrado Sarmiento derecho y en el estéreo sonaba Años por el efímero dúo Calamaro/Prodan. De vez en cuando se detenían para que Marcos vomitara unas pequeñas tortillas verde limón por la ventanilla. A veces no está bueno acordarse de todo, se dijo Martín mientras jugaba con un raviol.

Sin nadie a quien llamar, su novia lo había dejado hacía dos meses y sus amigos se encontraban en el mismo estado de catatonia, recurrió al paliativo del consumo: comprarse discos en el Parque Rivadavia. Por un módico precio podía obtener un placebo efectivo contra la angustia dominical. Y, aunque bien supiera que luego de la primera escucha las cosas permanecerían igual, los cuarenta y cinco minutos de tranquilidad que le proponía un disco eran su mejor opción.

Caminó las ocho cuadras que lo separaban del Parque tiritando de frío. Al llegar se detuvo frente a un puesto de libros, desde donde dos gatos atigrados lo miraban con desdén; ojeó algunos hasta que las manos le empezaron a picar. Se alejó sin decir palabra. Pulgas.

Decidió no perder tiempo con la literatura y se dirigió al local de Fermín, que tendría más o menos la edad de sus padres, donde siempre encontraba alguna “joyita” a precio conveniente. Fermín le caía bien pero a veces se ponía un poco pesado tratando de que convencerlo de que lleve sus “joyitas”: viejos discos de rock sinfónico noruegos, trovadores latinoamericanos y demás chucherías musicales. Por suerte, el viejo puestero no estaba, pero si su primogénito.

Para Martín, si Fermín era un pesado, su hijo era un auténtico pelotudo. Pelo largo, teñido de negro azabache, piercing en la nariz, Andrés andaba alrededor de los 18 años, y tenía un halo lánguido y pálido que a Martín lo remitía a los retratos de Felipe el Hermoso de España. Con la diferencia de que este príncipe de cara enfermiza gobernaba el boliche de hojalata de su padre acompañado de su novia, una quinceañera dark de pelo violeta y campera de cuero con pins de El Otro Yo. “Hola”, dijo Martín con un esbozo de sonrisa en los labios.

No recibió respuesta alguna de los adolescentes. La pareja no se inmutaba, se besaban desde hace una eternidad. Martín era invisible para ellos. El espectáculo era horripilante, y si bien trataba de focalizarse en los discos, que pasaban entre sus dedos como carpetas en un fichero, no podía dejar de observar la danza de lenguas rojas recortarse sobre el blanco de sus caras. Un nuevo retorcijón le cortó la panza en dos. Si no salía rápido de ahí iba a tener un grave problema en el pantalón. Agarró un disco a la marchanta, y algo brusco, les dijo: ”Me llevo este”. Los adolescentes se sobresaltaron un poco frente a la presencia fantasmagórica del cliente de cara amarilla y pelo enredado. “Ok”, dijo Andrés; “son 15 pesos”.

Martín metió la mano en los bolsillos, buscando el billete de veinte que le había sobrado de la noche anterior. Pero solo encontró pelusa, dos monedas de 50 centavos y un caramelo cherryliptus. Se fijó en los bolsillos de atrás y en el quinto bolsillo del jean, hasta dar con un triángulo imperfecto. El papelito rosado se había reducido casi en su totalidad, mientras que su margen derecho mostraba los chamuscados resabios del fuego.

Maldice en silencio y levanta la vista hasta cruzarse con la mueca de desprecio que le dispensa Andrés parapetado detrás del mostrador. Un silencio incómodo sobrevuela a los tres. Martín le pide que se lo reserve, que va a volver. Extrañamente se siente en deuda con la pareja. Vuelve a su casa y se acuesta. Entre las sabanas encuentra la servilleta, en ella un número y un nombre escritos en birome violeta. Levanta el tubo y llama… Era preferible el disco.