Por Gonzalo Méndez
Salto a través del tiempo mientras siento que el viento está inmóvil y atado al vidrio de la habitación. Volteo y veo del otro lado, en un rincón, un punto surcado por inimaginables rectas invisibles. Me acuerdo de un cuento de Borges, el Aleph. Me detengo a pensar por un instante. Inmediatamente me pregunto si no estaré dentro de la historia que Borges ya contó. ¿Seré el actor de su narración o solo estaré imaginando y navegando nuevamente por los recovecos de “mi” conciencia?
Me levanto sigiloso del sillón en el cual estoy sentado. Giro rápidamente hacia la izquierda. Doy un primer paso corto y pesado. Respiro sin darme cuenta. El pie izquierdo se adelanta sobre el derecho, esta vez un poco más suavemente pero con estridencia sobre el piso de madera colorada. Camino y me acerco al rincón. Llego y me agacho.
Me siento en el suelo y cruzo mis piernas. Inclino el torso hacia delante y estiro el brazo derecho en dirección al punto que había observado unos eternos instantes atrás. Cierro los dedos menos el índice, que permanece rígido y turgente apuntando. El dedo se acerca lento pero decidido. Llega y lo toca.
Todo se vuelve oscuro pero no es de noche, hay luz. No puedo ver más allá de mí. Creo estar dentro de la conciencia. No veo nada alrededor. No hay nadie más acá que yo. Me decido a investigar, con temor, pero lo hago. Busco aunque no encuentro. Viajo e intento surcar cada camino que la atraviesa. Una gota fría de espeso sudor recorre mi frente, aunque no estoy seguro, solo la siento caer. Un ruido. Mis oídos parecen reconocer un sonido, es como un hálito, como un soplido. Un olor. Huelo un aroma, una fragancia que escala por las fosas nasales. Un sabor. Un gusto amargo endulza mi paladar. Es nuevo pero sabroso.
Creo poder decir que tengo “mis” sentidos y que estoy dentro de la conciencia. Ellos me la indican y ella a ellos. No puedo separarlos: sentidos(de)conciencia, conciencia(de)sentidos.
Separo el dedo del punto. Estoy de nuevo en la habitación, cruzado de piernas. Me levanto y miro la ventana y después la cama. Me siento en ella, me recuesto y empiezo a dormir.
Salto a través del tiempo mientras siento que el viento está inmóvil y atado al vidrio de la habitación. Volteo y veo del otro lado, en un rincón, un punto surcado por inimaginables rectas invisibles. Me acuerdo de un cuento de Borges, el Aleph. Me detengo a pensar por un instante. Inmediatamente me pregunto si no estaré dentro de la historia que Borges ya contó. ¿Seré el actor de su narración o solo estaré imaginando y navegando nuevamente por los recovecos de “mi” conciencia?
Me levanto sigiloso del sillón en el cual estoy sentado. Giro rápidamente hacia la izquierda. Doy un primer paso corto y pesado. Respiro sin darme cuenta. El pie izquierdo se adelanta sobre el derecho, esta vez un poco más suavemente pero con estridencia sobre el piso de madera colorada. Camino y me acerco al rincón. Llego y me agacho.
Me siento en el suelo y cruzo mis piernas. Inclino el torso hacia delante y estiro el brazo derecho en dirección al punto que había observado unos eternos instantes atrás. Cierro los dedos menos el índice, que permanece rígido y turgente apuntando. El dedo se acerca lento pero decidido. Llega y lo toca.
Todo se vuelve oscuro pero no es de noche, hay luz. No puedo ver más allá de mí. Creo estar dentro de la conciencia. No veo nada alrededor. No hay nadie más acá que yo. Me decido a investigar, con temor, pero lo hago. Busco aunque no encuentro. Viajo e intento surcar cada camino que la atraviesa. Una gota fría de espeso sudor recorre mi frente, aunque no estoy seguro, solo la siento caer. Un ruido. Mis oídos parecen reconocer un sonido, es como un hálito, como un soplido. Un olor. Huelo un aroma, una fragancia que escala por las fosas nasales. Un sabor. Un gusto amargo endulza mi paladar. Es nuevo pero sabroso.
Creo poder decir que tengo “mis” sentidos y que estoy dentro de la conciencia. Ellos me la indican y ella a ellos. No puedo separarlos: sentidos(de)conciencia, conciencia(de)sentidos.
Separo el dedo del punto. Estoy de nuevo en la habitación, cruzado de piernas. Me levanto y miro la ventana y después la cama. Me siento en ella, me recuesto y empiezo a dormir.