Por Patricio Erb
Tal vez considerada película chatarra de televisión (la vi por canal 13 el domingo pasado), Colateral (2004), de Michael Mann (director de Heat –Fuego contra fuego, 1995-, El último mohicano –1992- y Ali –2001-, entre otros títulos), es dueña de una singularidad que sólo tienen los relatos sencillos bien contados, donde, al mejor estilo Ballard, la tranquilidad de la cotidianeidad de repente es quebrantada por un acontecimiento determinado.
En Colateral, en principio, la burocracia de un chofer de taxi (Jaime Foxx) se ve trastocada por un asesino a sueldo (Tom Cruise), que lo obliga a llevarlo durante toda una noche a distintos lugares para cumplir con su trabajo (ergo, bajarse gente). Allí, la presencia amenazante de algo exterior a nosotros, es la que nos provoca un miedo que se confunde con la posibilidad de morirnos; sin embargo, luego aparece la causa del verdadero pavor: el darnos cuenta de que nunca fuimos dueños de nuestra vida.
Eso es lo que le sucede a Foxx, que primeramente teme por su vida, pero luego descubre que su miedo está en viajar solitario a la montaña. Él, cómodo taxista de Los Angeles que planea desde hace doce años crear un negocio propio de limosinas, tiene pavor de concretar su plan, que significaría ser libre de la voz por radio que lo controla, que lo humilla, pero que, en definitiva, le arroja la soga para sujetarse al mundo.
De cierta manera, el papel de Tom Cruise (un entrañable burócrata de la muerte que sólo pretende asesinar a cinco personas) es una excusa, un personaje que funciona como la conciencia de Foxx, que no logra por si mismo generar un clic en su cabeza para contrarrestar tanta burocracia que lo aplasta, que lo inmoviliza, que le provoca temor a vivir. Aquí, el asunto no está en la posibilidad de la muerte, sino en verse de repente a uno mismo como materia inerte.