Por Facundo Carmona
El buque arriba 22:30. Es un día idéntico a cualquier otro. Hay que hacer algunos trámites, esperar los bolsos en la cinta mecánica y tratar de conseguir un taxi. En lo posible uno en el cual el chofer no tenga cara de facineroso. Hace calor, está promediando el verano, aunque Buenos Aires sigue semi desértica. Subimos al auto y ella se duerme automáticamente. Los edificios de Catalinas tienen las luces apagadas.
En la mochila la cámara, y en la cámara 310 fotos. 310 fotos ordenadas cronológicamente: con flash, sin flash, de un dedo, del mar, de un negrito, de un edificio encantador, de un mate, de una bandera, de ella, de mí. 310 fotos; algunas anecdóticas, de esas que uno pone en la repisa; otras con una mirada más “profunda”: las cuales uno atesora como muestra de su virtuoso ojo avisor.
Una semana, una quincena o un mes. No importa. Ellas están ahí para atestiguar nuestras vacaciones y celebraciones; y también nuestros accidentes, auditorias, seguros, etcétera. Mera reproductividad técnica al servicio de la memoria. El taxi avanza por Av. Córdoba, el tachero me dice algo sobre el clima, no lo escucho. La cámara me requiere. El tipo intenta un nuevo embate, pero desiste. Sigo mirando fotografías. 310 fotos y ninguna historia. Las fotos zumban por la pantalla LCD y no aflora el relato. Me acuerdo de Aira: “la fotografía no dio un artista que pueda ponerse a la altura de un Picasso o de un Stravinsky o de un Eisenstein. Y no es cuestión de esperar, porque el pasaje (de un simple medio a la expresión) se da en un momento temprano, o no se da nunca”.
También me acuerdo del Walsh de “Fotos” y de las palabras de un profesor sobre la fotografía, la cultura popular y el arte. Lo de siempre. El coche, es uno de esos diminutos e incómodos modelos 2007, se llena de aire de lluvia. El clima se pone un poco más denso, suena un trueno a mi derecha, sobre Palermo. Falta poco, unas seis cuadras. Pienso en Walsh, en la mentada sombra de Borges y el atino de sumergirse en la no fiction. También en las balas y en la pasta de héroe. Todos tienen sus héroes, hasta los intelectuales “comprometidos”.
Sin embargo la fotografía carece de su Walsh. No puede salir del mero periodismo, de la crónica, como tampoco de la publicidad y la anécdota. Acumulación de datos muertos: la nena y el helado, un globo tomado en contra picado y recortado sobre un cielo marmolado (obvio, en blanco y negro), fotos de niños ricos paseando por las ruinas de un ciudad de Oriente. Nuestras vivencias cotidianas retratadas, petrificadas en 10x15, pero jamás narradas.
Llegamos. Pago y le digo al chofer, tendría unos cuarenta y cinco años, algo sobre el aumento de los servicios. El tipo me sonríe y me contesta una boludez, sobre los negros y la policía. Subimos presurosos, tiramos las cosas en el suelo. Pido una pizza, prendo la compu y me pongo a bajar fotos.
El buque arriba 22:30. Es un día idéntico a cualquier otro. Hay que hacer algunos trámites, esperar los bolsos en la cinta mecánica y tratar de conseguir un taxi. En lo posible uno en el cual el chofer no tenga cara de facineroso. Hace calor, está promediando el verano, aunque Buenos Aires sigue semi desértica. Subimos al auto y ella se duerme automáticamente. Los edificios de Catalinas tienen las luces apagadas.
En la mochila la cámara, y en la cámara 310 fotos. 310 fotos ordenadas cronológicamente: con flash, sin flash, de un dedo, del mar, de un negrito, de un edificio encantador, de un mate, de una bandera, de ella, de mí. 310 fotos; algunas anecdóticas, de esas que uno pone en la repisa; otras con una mirada más “profunda”: las cuales uno atesora como muestra de su virtuoso ojo avisor.
Una semana, una quincena o un mes. No importa. Ellas están ahí para atestiguar nuestras vacaciones y celebraciones; y también nuestros accidentes, auditorias, seguros, etcétera. Mera reproductividad técnica al servicio de la memoria. El taxi avanza por Av. Córdoba, el tachero me dice algo sobre el clima, no lo escucho. La cámara me requiere. El tipo intenta un nuevo embate, pero desiste. Sigo mirando fotografías. 310 fotos y ninguna historia. Las fotos zumban por la pantalla LCD y no aflora el relato. Me acuerdo de Aira: “la fotografía no dio un artista que pueda ponerse a la altura de un Picasso o de un Stravinsky o de un Eisenstein. Y no es cuestión de esperar, porque el pasaje (de un simple medio a la expresión) se da en un momento temprano, o no se da nunca”.
También me acuerdo del Walsh de “Fotos” y de las palabras de un profesor sobre la fotografía, la cultura popular y el arte. Lo de siempre. El coche, es uno de esos diminutos e incómodos modelos 2007, se llena de aire de lluvia. El clima se pone un poco más denso, suena un trueno a mi derecha, sobre Palermo. Falta poco, unas seis cuadras. Pienso en Walsh, en la mentada sombra de Borges y el atino de sumergirse en la no fiction. También en las balas y en la pasta de héroe. Todos tienen sus héroes, hasta los intelectuales “comprometidos”.
Sin embargo la fotografía carece de su Walsh. No puede salir del mero periodismo, de la crónica, como tampoco de la publicidad y la anécdota. Acumulación de datos muertos: la nena y el helado, un globo tomado en contra picado y recortado sobre un cielo marmolado (obvio, en blanco y negro), fotos de niños ricos paseando por las ruinas de un ciudad de Oriente. Nuestras vivencias cotidianas retratadas, petrificadas en 10x15, pero jamás narradas.
Llegamos. Pago y le digo al chofer, tendría unos cuarenta y cinco años, algo sobre el aumento de los servicios. El tipo me sonríe y me contesta una boludez, sobre los negros y la policía. Subimos presurosos, tiramos las cosas en el suelo. Pido una pizza, prendo la compu y me pongo a bajar fotos.