Por P.E.
Poco orgulloso de la ignorancia, generalmente evito alardear sobre lo que no entiendo. Jamás logro comprender cómo alguien utiliza su pelotudez para justificarse. Siempre me resultó sumamente vergonzoso no saber. Está claro que existe una diferencia gigantesca entre el desconocimiento y la ignorancia. El ignorante no tiene curiosidad. Camina por el mundo despreocupado de lo que pasa alrededor. No me refiero a una falta de solidaridad ni nada por el estilo. El imbécil deambula sujetado a algo que funciona como cimientos de su castillo berreta de verdad. Sin embargo, después de ver Café Lumière (2003), cómo se discute con alguien cuando dice que el cine oriental “es una mierda”. Con el ignorante sucede que nunca desconfía de sus sentidos. Al contrario que Descartes, el que manifiesta que el nuevo cine argentino “le da sueño” (les juro que no estoy escribiendo sobre mí), cree sólo en lo que ve. Su metodología de conocimiento está en la percepción. Sus creencias están formadas a partir de los hábitus corporales. Si de repente un director chino (Hou Hsiao-hsien) decide filmar una película eludiendo el contrato perceptual que el cine tiene con el espectador, la sala 3 del ArtePlex de Cabildo va a empezar a gruñir. Las fuertes respiraciones de los señores maduros se escucharán a cinco, seis u ocho filas de distancia, la conversación de la señora con su marido sobre la visita al médico comenzará a entremezclarse con mis piernas que se cruzan de un lado a otro, como si no supieran dónde diablos acomodarse. Tal vez me estoy encasillando solito en el lugar de ignorante, sin embargo el cine debe apelar a los golpes de efecto. Sino: ¿qué otra cosa va a buscar uno a un lugar oscuro lleno de desconocidos alrededor? Café Lumière justamente carece de todo eso que la sinopsis de la revista El Amante me pide que ¡no vaya a buscar!: golpes de efecto, vueltas de tuerca y grandes revelaciones... en definitiva, Café Lumière carece de lo más maravilloso que tiene el cine.