Por Ignacio Maciel
En el principio de la fascinación está el espanto. Las odas, las elegías y las celebraciones que el griego regaló a los dioses eran pagos por anticipado de un posible castigo; tal vez, eran el castigo mismo. Camus anotó que los hombres fingen respetar la ley pero sólo se inclinan ante la fuerza. La aceptación sin matices de los que es promueve a quien condesciende a la fatalidad hacia un éxtasis no metafísico, es decir, sencillamente físico, es decir, un éxtasis sin epítetos. Así Baudelaire. El poeta embarrado de hollines industriales de una Paris que estalla, que se desborda de gentes, de galeras, de barricadas, una París que deviene ciudad y ciudad luminosa (por eso de los faroles a gas y los libros), una Paris tan horripilante que nadie puede dejar de enamorarse de ella. Baudelaire, el poeta que escribe con los ojos, porque, se sabe, no se necesita de la mediación del intelecto para escribir el más lúcido de los cantos. Baudelaire, el que sale a la calle, el que se sumerge en las aguas bulliciosas de la masa y pasea; es que en eso consiste la escritura de Baudelaire: en el paseo.
El poeta triste, arrumbado en el más oscuro de los rincones de su cuarto escribiendo una desesperanza o un extravío ha perdido el estatuto. Ése no es un poeta moderno; es sólo un imbécil moderno que ejerce el arte de la impostura poética, un snob que la juega de. Sólo la experiencia extática nos regala la magia poética moderna; sólo el paseo nos pone al ritmo de un tiempo que ha devenido rapidez. El poeta debe caminar a la par de los tiempos del Tiempo. Y agotar lo real en fracciones cronológicamente ínfimas, similares a la eternidad. Y durante el paseo, en donde se bebe el cosmos de un trago, ver con los oídos, con las manos y con la nariz para luego, sí, perder el tiempo escribiendo con los ojos en lugar de emborracharse en la tertulia, de besar impunemente a una muchacha o de meterse en el lugar más higiénico de la ciudad: el cabaret. Y recomenzar el periplo.
En el principio de la fascinación está el espanto. Las odas, las elegías y las celebraciones que el griego regaló a los dioses eran pagos por anticipado de un posible castigo; tal vez, eran el castigo mismo. Camus anotó que los hombres fingen respetar la ley pero sólo se inclinan ante la fuerza. La aceptación sin matices de los que es promueve a quien condesciende a la fatalidad hacia un éxtasis no metafísico, es decir, sencillamente físico, es decir, un éxtasis sin epítetos. Así Baudelaire. El poeta embarrado de hollines industriales de una Paris que estalla, que se desborda de gentes, de galeras, de barricadas, una París que deviene ciudad y ciudad luminosa (por eso de los faroles a gas y los libros), una Paris tan horripilante que nadie puede dejar de enamorarse de ella. Baudelaire, el poeta que escribe con los ojos, porque, se sabe, no se necesita de la mediación del intelecto para escribir el más lúcido de los cantos. Baudelaire, el que sale a la calle, el que se sumerge en las aguas bulliciosas de la masa y pasea; es que en eso consiste la escritura de Baudelaire: en el paseo.
El poeta triste, arrumbado en el más oscuro de los rincones de su cuarto escribiendo una desesperanza o un extravío ha perdido el estatuto. Ése no es un poeta moderno; es sólo un imbécil moderno que ejerce el arte de la impostura poética, un snob que la juega de. Sólo la experiencia extática nos regala la magia poética moderna; sólo el paseo nos pone al ritmo de un tiempo que ha devenido rapidez. El poeta debe caminar a la par de los tiempos del Tiempo. Y agotar lo real en fracciones cronológicamente ínfimas, similares a la eternidad. Y durante el paseo, en donde se bebe el cosmos de un trago, ver con los oídos, con las manos y con la nariz para luego, sí, perder el tiempo escribiendo con los ojos en lugar de emborracharse en la tertulia, de besar impunemente a una muchacha o de meterse en el lugar más higiénico de la ciudad: el cabaret. Y recomenzar el periplo.