lunes, 17 de septiembre de 2007

La noche que vi a Coppola


Por Patricio Erb

Surrealista, esa fue la sensación que envolvió a mi cuerpo mientras esperaba a mi amiga Majo en la puerta de Antares el domingo a la noche. Pasadas las ocho, aguardaba apoyado sobre el capot de un auto estacionado en la calle Armenia.

Distraído, escuchaba “Para los árboles” de Spinetta (no me acuerdo qué tema; Ciénaga dorada, tal vez). De repente miro a un viejito acompañado de una chica joven (treinta años tendría). Lo que en principio era sólo un señor con su hija, en un segundo, se apoderó de toda mi atención.

Con un sobretodo oscuro (gris topo seguramente), un gorrito de marinero que le cubría todo el pelo y unos anteojos con grandes marcos redondos, el viejito de barba blanca caminaba con pasos cortos bajo la noche del barrio de Palermo, que regalaba uno de sus últimos días invernales del año.

Por Armenia, el señor (de inocultables muchos años) venía desde Gorriti en dirección a Cabrera. Recordando con detalles, descubrí la presencia del viejito cuando estaba casi enfrente de mí. Al verlo por primera vez, mi cabeza estaba levemente inclinada mirando hacia la izquierda, para finalizar con una contorsión de cuello de 180 grados hacia la derecha, que hizo sonar varios huesos.

En esos catorce, quince, dieciséis segundos que observé al señor mayor caminar despacio en silencio con las puntas de sus zapatos hacia fuera, se me vinieron a la mente mil asociaciones que no me dejaron dudas: era Francis Ford Coppola. Pequeños comentarios en inglés de la joven señorita que lo acompañaba, colaboraron para que mis sentidos regalaran curiosidad al andar del viejito, que resultó ser el director de la trilogía más maravillosa de la historia del cine.

No me salió decirle absolutamente nada (aún ahora no se me ocurre). Me lo imaginaba más alto (rozará el metro ochenta). En tanto, sobre el asfalto de la calle, doce, trece o catorce niños riéndose a carcajadas bajaban de una vieja camioneta Volkswagen Gacel estacionada en doble fila. Yo, sentado sobre el capot del auto. Llegó Majo. Nos saludamos. Entramos a Antares. No le comenté nada. Era surrealista.