miércoles, 12 de septiembre de 2007

Lynch, la insurrección onírica


Por Mariana Zalazar

Una calle desierta. La puerta de un club nocturno. Dentro, La llorona de Los Angeles arrastra su cuerpo lúgubremente por el escenario, acercándose con lentitud inquietante al micrófono que la espera en los últimos resquicios del escenario. Allí (donde la insípida realidad inicia su derrota frente a la ficción) su voz surge de entre los pliegues de la niebla que la rodea. El escueto público enmudece. El sonido y el silencio parecían no ser capaces de soportar tanta nostalgia y dolor, hasta ese preciso instante. La desgarradora historia de un amor fallido o seguramente mucho más que eso. Súbitamente, y sin aviso previo, el cuerpo de la cantante cae por tierra. El fatídico movimiento no parece superar en trascendencia al tormentoso show que continúa desarrollándose en aquel sitio: la voz de la mujer aún se oye tan profunda y herida como desde el principio, como si ella estuviera aún de pie, como si ella aún estuviera.

Bienvenidos a "Mulholland Drive" (2001); un fruto más de la imaginación del siempre “extra-ordinario” David Lynch. Aquí la incertidumbre, más eficaz que cualquier narcótico, invade las pupilas enceguecidas de aquellos poco acostumbrados a su estilo; y deleita con una sobredosis de éxtasis a aquellos que ya han caído hace tiempo en su telaraña de ensueños y pesadillas.

La historia comienza, o mejor dicho, el film comienza en el sitio que le da título a la película. Un camino en la cima de las montañas, desde donde es posible contemplar los distintos rostros de un Los Angeles hollywoodense. El empalagoso mundo de astros condenados al éxito; la ansiosa búsqueda por ingerir un minúsculo pedazo de fama que provea el olvido de un destino imperturbablemente obvio; el sangriento desencanto de las identidades destinadas a perderse dentro de las apariencias que tan cuidadosamente supieron entretejer.

Allí, en ese sendero de curvas pronunciadas, el tiempo es un ente que vaga perdido en el limbo. Nada comienza ni termina, simplemente se funde en una eternidad de sucesos organizados de modo tan perfecto, que el más distraído de los espectadores puede confundir con puro desvarío inconcluso. Allí, la conciencia, el subconsciente y el inconsciente se escapan de las teorías psicológicas para hacerse carne en las experiencias humanas. El imperio onírico reclama a punta de pistola un trato más democrático en relación con la realidad, aquella alegoría andante que ha ganado una desmerecida popularidad con el correr de las centurias. Y ninguno como Lynch para hacer justicia.

Naomi Watts y Laura Elena Harring interpretan a dos mujeres -o tal vez cuatro, incluso seis- aprisionadas en una relación que se tambalea peligrosamente por la delgada línea que separa al odio del amor. La viva intensidad con que encienden las pasiones, tanto en la cama como fuera de ella, sólo puede compararse con la crudeza que mueve sus instintos más bajos, más asesinos, más autodestructivos. Los antagonismos se presentan sumergidos en una densa humareda que opaca las imágenes, un recurso/fetiche que ha acompañado al director a lo largo de toda su filmografía (basta sólo recordar la impresionante escena del incendio retrotraído de la cabaña de Carretera Perdida).

Muchos podrían concluir –y lo hacen- que Lynch sólo pretende encerrarnos en un circo maquiavélico donde el fin único es la confusión y el desaliento. Sólo puedo coincidir en una cosa: la necesidad de la confusión, de la intriga, la inquietud de lo desconocido. Pero ese desconcierto es sólo un medio – un exquisito medio- para un fin mayor: la revolución de las cosmovisiones, nuevas formas de ver el mundo, un camino hacia la posibilidad de ser libres, de despojarnos de nosotros mismos, de observarnos desde afuera; una posibilidad que sólo el verdadero cine puede brindar.

Si hay algo que no podemos negar de "Mulholland Drive" (espléndido despliegue de todo el universo lynchiano) es su compromiso con la manipulación de los planos, la música –mención de honor a Angelo Badalamenti, quien ha compuesto la música en varios proyectos del cineasta-, los colores, las representaciones de la vida misma hasta más allá de los límites de la razón. Si hay algo que podemos agradecerle es habernos reconocido capaces de disfrutar la verdadera experiencia cinematográfica que recién comienza cuando el film termina. Porque en esta película nada puede darse por sentado y el disfrute que proporciona lo proyectado en la pantalla se multiplica una vez encendidas las luces; una vez que tenemos la posibilidad de salir del hipnotismo y darnos cuenta que nos han extendido una invitación para construir nuevas dimensiones que exceden la triada física a la cual estamos sujetos día a día.

Circulamos por laberintos de humo. La propuesta de un mundo asimétrico en relación con aquel que los mortales nos hemos acostumbrado a mirar; un mundo desconocido, al cual entramos temerosos, pero del cual no queremos salir más, a pesar del estremecimiento.

Una calle desierta. La puerta de un club nocturno. Dentro, un maestro de ceremonias advierte al público: “No hay banda, no hay orquesta...pero sin embargo oímos una orquesta... todo es una ilusión”.