martes, 11 de septiembre de 2007

Dos parpadeos


Por L.A.

The end. La función ha terminado, las luces de la sala se encienden y dan lugar al lento peregrinar de los espectadores hacia la salida del cine. Permanezco sentada con la mirada fija en el agujero negro de la pantalla. La impresión que las imágenes me han dejado se confunde con los recuerdos personales sobre la muerte, la religión y las preocupaciones existenciales que fortalecen y debilitan al ser humano. Ver una película de Ingmar Bergman es perecer ante una verdad incómoda, es volverse metafísicamente más auténtico.

“¡Cómo poder describir un espectáculo tan bello!” piensa el viejo director de orquesta, un personaje de "Hacia la Felicidad" (1950). Primeros planos de rostros desnudos (¡sublimes primeros planos!), el contraste de las imágenes en blanco y negro (custodiado cuidadosamente por Sven Nykvist, el iluminador que lo acompañó en la mayoría de sus films), la música clásica que acentúa la sinfonía dramática del relato, la psicología de sus personajes expuesta en elegantes planos largos y el retorno al pasado mediante innumerables flashbacks conceden a las características del cine realizado por el director sueco la pureza del arte.

La fusión entre el sueño eterno y la realidad mundana, se percibe como sustancia onírica al comienzo de "El séptimo sello" (1956): una playa desierta, el crispar de las olas sobre la superficie del mar, un caballero y su escudero que regresan de las Cruzadas, las piezas de un juego de ajedrez dispuestas a que comience la partida, el relinchar de un caballo negro a lo lejos, la peste asolando a la población y, entre la niebla matutina, el acercamiento “físico” de la muerte. La secuencia sume al espectador en un viaje aterrador, el cuerpo se estremece y emanan preguntas: ¿qué dejamos cuando morimos? ¿quienes fuimos? ¿cuál es la razón de la existencia humana?

Conocido por las temáticas austeras de sus películas, interesado en la búsqueda de la opaca verdad de la existencia, Bergman ha ahondado en el alma humana. El corazón del cine (los espectadores) ha respondido a su arte con una participación asombrosa y reflexiva, perdida y tediosa algunas veces, otras veces interesada y gratificante.

Sus innumerables trabajos meritorios han sumado en "Persona" (1966) el experimentalismo de las vanguardias estéticas de los años treinta y la interpretación de Liv Ullmann y Bibi Andersson, que resumen en sus miradas el caos de las angustias femeninas; las preguntas al amor y a las relaciones de pareja encuentran en "Secretos de un matrimonio" (1973) y "Saraband" (2003) su expresión más sincera; la ausencia de Dios y su terrible visibilidad encuentra una confirmación paradojal en "El Silencio" (1963); los misteriosos sucesos de "El huevo de la serpiente" (1977) develan la paranoia, la miseria humana y el terror en la historia de un pueblo; y, en ninguno se ausenta su devastadora soledad.

Ingmar Bergman nos ha ofrecido un cercano mundo de imágenes, englobadas en una vasta filmografía. El ojo de cerradura ha convertido su mágico legado en una perdurable existencia.