Por Alejandro Romero
Un espectáculo, en si, necesariamente, debe contar con la presencia de cuatro actores; un escenario, la puesta en escena (pelea, disputa, presentación, representación, discurso, etc.) actores que interpreten lo anteriormente mencionado y, por último, aunque esencial a sus fines, el espectador. Este oficia de receptor-partenaire en todo esquema representativo que lo incluya, y ha ocupado un rol muy preciso en este circuito. Pero el otrora límite invisible en la relación entre espectáculo y espectador que funcionó aceptablemente (siempre con algunas excepciones) durante los últimos siglos, parece jaqueado por la irrupción de un nuevo arquetipo de espectáculo.
El fútbol contemporáneo admite una nueva tipología de espectador que ya no se conforma con satisfacer sólo su pulsión escópica, sino que también utiliza el cuerpo para protagonizar y luego para disputarse el poder con el propio concepto de espectáculo. Sigue conviviendo el deseo proverbial de observar-mirar y ser visto, de ser en a partir de la mirada de un otro, pero se refuerza con la idea de un cuerpo no ya neutral o quieto, sino en constante movimiento, un cuerpo in actio.
El resultado de esto parece ser el siguiente; que sean los actores de este gran teatro los que observen, brazos en jarra, a las escandalizadas tribunas, a los spectator reunirse para injuriar no ya ad hominen sino ad personam, no ya al contrincante de grito tribunero desenfrenado, sino a los propios protagonistas, jueces o futbolistas ellos, que dirimen en la arena sin entender, a la espera de una resolución, de un fin de acto, de un telón que cae tieso a sus pies. Es el espectáculo el que observa y centra su atención en el público, esperando también una resolución y una conclusión; un climax y un final, como en todo espectáculo.
No debe resultar ajeno que se alimente este fenómeno argumentativo por algunos profetas del deseo, fecha a fecha, en cada una de las categorías profesionales o amateurs, por cada una de las tribunas donde se dispute, más no sea, un pequeño espacio de poder, aquí o allá. Y que sus profecías de disturbios y desmanes, de “escenas de violencia” en tal o cual partido, alentadas con tanta rabia y énfasis, provoquen que un botellazo en la cabeza del lineman sea celebrado por aquellos como un acierto en la quiniela matutina.
Pero creamos en la gesta de una novedosa ratio del espectáculo futbolístico, mucho más participativo y generoso en su conjunto, donde las miradas se centran no ya en un solo centro físico de atención; esta lógica hace que sean múltiples las perspectivas, las zonas áuricas de tensión. ¿Aquellas lejanas gratas jornadas de júbilo colectivo que describían los viejos cronistas deportivos se presentan, hoy, como irrevocablemente anacrónicas? Por lo menos los trajes y los sombreros lo son.
Un espectáculo, en si, necesariamente, debe contar con la presencia de cuatro actores; un escenario, la puesta en escena (pelea, disputa, presentación, representación, discurso, etc.) actores que interpreten lo anteriormente mencionado y, por último, aunque esencial a sus fines, el espectador. Este oficia de receptor-partenaire en todo esquema representativo que lo incluya, y ha ocupado un rol muy preciso en este circuito. Pero el otrora límite invisible en la relación entre espectáculo y espectador que funcionó aceptablemente (siempre con algunas excepciones) durante los últimos siglos, parece jaqueado por la irrupción de un nuevo arquetipo de espectáculo.
El fútbol contemporáneo admite una nueva tipología de espectador que ya no se conforma con satisfacer sólo su pulsión escópica, sino que también utiliza el cuerpo para protagonizar y luego para disputarse el poder con el propio concepto de espectáculo. Sigue conviviendo el deseo proverbial de observar-mirar y ser visto, de ser en a partir de la mirada de un otro, pero se refuerza con la idea de un cuerpo no ya neutral o quieto, sino en constante movimiento, un cuerpo in actio.
El resultado de esto parece ser el siguiente; que sean los actores de este gran teatro los que observen, brazos en jarra, a las escandalizadas tribunas, a los spectator reunirse para injuriar no ya ad hominen sino ad personam, no ya al contrincante de grito tribunero desenfrenado, sino a los propios protagonistas, jueces o futbolistas ellos, que dirimen en la arena sin entender, a la espera de una resolución, de un fin de acto, de un telón que cae tieso a sus pies. Es el espectáculo el que observa y centra su atención en el público, esperando también una resolución y una conclusión; un climax y un final, como en todo espectáculo.
No debe resultar ajeno que se alimente este fenómeno argumentativo por algunos profetas del deseo, fecha a fecha, en cada una de las categorías profesionales o amateurs, por cada una de las tribunas donde se dispute, más no sea, un pequeño espacio de poder, aquí o allá. Y que sus profecías de disturbios y desmanes, de “escenas de violencia” en tal o cual partido, alentadas con tanta rabia y énfasis, provoquen que un botellazo en la cabeza del lineman sea celebrado por aquellos como un acierto en la quiniela matutina.
Pero creamos en la gesta de una novedosa ratio del espectáculo futbolístico, mucho más participativo y generoso en su conjunto, donde las miradas se centran no ya en un solo centro físico de atención; esta lógica hace que sean múltiples las perspectivas, las zonas áuricas de tensión. ¿Aquellas lejanas gratas jornadas de júbilo colectivo que describían los viejos cronistas deportivos se presentan, hoy, como irrevocablemente anacrónicas? Por lo menos los trajes y los sombreros lo son.