martes, 18 de septiembre de 2007

Club Atlético Fernández Fierro


Por Facundo Carmona

Caminar por el Abasto puede ser una experiencia anodina si se la mira con desdén. Sin embargo, sus callejuelas iluminadas por luces trémulas y las bocacalles saturadas de basura y excremento; esconden un bullicioso ecosistema urbano. La pantalla del celular marca 21:25 PM y la poca gente que deambula por la acera son parte de los habitantes multiétnicos del barrio: silenciosos bolivianos de pies pequeños, peruanos bebedores de Inca Cola, paraguayos que discuten entre niños y el penetrante olor a fritura que baja como un alud desde los conventillos. El panorama de tolerancia y hermandad cuchillera se completa con coreanos y rusos que, ahogados en sus balbuceos idiomáticos, miran silenciosos el cuadro disgregado.

Sin embargo el paisaje comienza a variar con el correr de los minutos, los teatros abren sus puertas, en un restaurant de comida hindú dos parejas se sientan a la mesa para saborear el sinsabor de la oriental artimaña culinaria. Las colectividades se van replegando de apoco, abriendo el campo a los primeros visitantes de la noche: intelectuales orgánicos, catequistas de izquierda, hippies kosiuko, hordas de aborigenistas de ciudad que rememoran sus antropológicas vacaciones en el NOA. Hasta que el espectáculo es completado con un par de mods palermitanos: lentes de marco grueso y sacos de cuero que merodean los teatros enclavados en la calle Humahuaca.

En el centro de este gran souffle se encuentra el Club Atlético Fernández Fierro, el remozado galpón donde la Orquesta Típica Fernández Fierro (OTFF) toca regularmente todos los fines de semana. En la entrada se amontonan numerosas parejas y grupos de diversas edades, géneros y nacionalidades. En la fila que conduce a las boleterías, una jovenzuela de pelo azabache, metro sesenta, buenas y prominentes formas habla por celular. Espera a alguien, se impacienta y cede el lugar desconsolada. Sobre sus pechos una constelación de pecas vibran al ritmo de su respiración.

El nombre del lugar es, mínimamente, original. En algún sito se puede leer la definición de Club como “un grupo de personas libremente asociadas, o sociedad, que reúne a un número variable de individuos que coinciden en sus gustos y opiniones artísticos, literarios, políticos, filantrópicos, deportivos, etc., o simplemente en sus deseos de relación social”. ¿El tango aglutinaba a las 200 personas que se encontraban ahí?

La respuesta llego a las 23:45 cuando comenzaron a sonar las primeras notas de “Las luces del estadio”, de Jaime Roos y “Buenos Aires hora cero”, de Piazzolla un magnífico medley que irrumpió con virulencia en el silenciosos público. Una estampida de elefantes sepultó bajo sus patas al auditorio, que tan solo unos minutos antes se contorsionaba torpemente al ritmo de algunos standars clásicos del género. Sin embargo lo que prosiguió a la danza fue algo completamente diferente: un golpe de knock out directo a la mandíbula, el estremecimiento ante el poder de la música, los golpes en el estómago, las pulsaciones aceleradas. Estos muchachos estaban demoliendo el lugar.

Más allá, el tango tamizado por sus manos tiene la vigor de Mussorgsky, la oscura y profana violencia de La Noche en el Monte Calvo o de ciertos pasajes Cuadros de una Exposición. Pero más acá: una velocidad que actualiza el sonido del género sin recurrir a la ortopedia de la electrónica, demostrando que lo clásico puede irrumpir en lo moderno sin imposturas: sin el peluquín de los jóvenes de ayer y sin la vacuidad sonora de los de hoy.

La OTFF juegan al límite, son un dique a punto de reventar, que se agrieta paulatinamente. Y esto se produce, finalmente, cuando el Chino Laborde sale a cantar, vestido de mujer, “Trenzas”: voz grave, gesto adusto, venas al límite, retumba el escenario. Se va todo al carajo: una cascada de talento y energía, investida por una actitud 100% rocker; sin solemnidad tanguera, sin Silvio ni Copes. Los tangos de OTFF, propios y ajenos, suenan a esta Buenos Aires, no hay guiños al pasado, no hay estridencias gardelianas.

Desde el momento en que suena la primer nota hasta la última, se suspende momentáneamente la historia, las influencias, los covers (después habrá espacio para el análisis y las influencias, que las hay). Actual y contundente es su música, y no nos cansamos de repetir, la propia y la ajena, porque está última interpretada por ellos borra los copyright, las interpretaciones canónicas y se transforman en únicas.

Al salir la alegría de los asistentes es inmensa. En la calle dos pibes se pelean frente a una chica en chancletas, otro manguea una moneda, hay tranzas fugaces, rupturas y amoríos, mucha velocidad, mucho microondas. La gente se aleja con una sonrisa, tenían la certidumbre de haber de escuchado una parte de la ciudad.