viernes, 3 de agosto de 2007

Capote fugaz


Por Patricio Erb

No cualquiera puede ponerse el traje de Holly Golightly en “Desayuno en Tiffany´s” (1958). Aquella especie de Lolita de Nabokov a la que sólo le interesaba el presente. Esa mujer que sin ser del todo linda, era dueña de una belleza dominante. Ni siquiera el propio Truman Capote pudo ser Holly. Él, a diferencia de ella, necesitaba dejar en claro que era el indiscutible centro de la fiesta.

Esa corporalidad que lo destacaba en los cócteles de la noche neoyorkina, fue lo que le permitió erigirse en uno de los mejores escritores norteamericanos de la segunda mitad del siglo veinte. Asimismo, la lucidez de sus sentidos (el del oído especialmente) convirtió los chusmeríos de la alta sociedad americana en alta literatura (“Plegarias Atendidas”, novela inconclusa, generó su destierro de los caros pisos de parquet de Manhattan).

La esencia de Capote estaba en la presencia: en fiestas, en la máquina de escribir, en el cine de Hollywood, en Kansas. Allí, en el pequeño pueblo de Holcomb, al enterarse del siniestro asesinato de la familia Clutter, el sujeto con voz finita nacido en Nueva Orleans le reveló a la literatura que sin mundo no había escritura posible. En ese pueblo perdido del interior de los Estados Unidos (ubicado “en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman `allá´...”) nació “A sangre fría” (1966), tal vez, la mejor non fiction novel conocida (aquellos que leímos la trilogía “Operación Masacre”, “El caso Satanowsky” y “Quién mató a Rosendo”, de Rodolfo Walsh, sabemos que no sólo se anticiparon diez años, sino que además están a la misma altura literaria).

La corporalidad en “A sangre fría” salta a la vista. Desde las entrevistas realizadas a cada uno de los integrantes del pueblo, hasta la relación entablada con los asesinos Dick Hickock y Perry Smith (sobre todo con este último, quien le confesó con detalles el crimen), dejó en claro la importancia que tenía para la escritura de Capote la calle, el diálogo... la materia. El escritor de “Otras voces, otros ámbitos” (su primera novela, publicada en 1948) no concebía a la caverna como aliada de la escritura. Truman basó su literatura en las relaciones carnales, embarrándose. Ése era el lugar de donde surgían sus letras.

Ahora, con la publicación de su correspondencia personal (“Un placer fugaz”, 2007), prácticamente no queda nada por leer del tipo que nunca dejó de ser un sureño triste, pero que tuvo los cojones suficientes, a diferencia de Holly Golightly, para salir al mundo, escribir, desayunar en tiffany´s y usarle el baño.