Por Ignacio Maciel
Ser el primero implica el desgarramiento, el vacío de la distancia violenta. Atrás no hay nadie ni nada. Las raíces son conjeturas labradas a fuerza de desconsuelo. Porque cuando se es el primero, raíz es el sinónimo que más le cuaja a desesperación. Jaques Cormery, el protagonista de la novela póstuma de Albert Camus “El primer hombre”, se abisma en la fatigosa tarea de ser un desesperado que mantiene la temperancia. Busca afanosamente su origen sólo para cerciorarse de que está solo y de que es, efectivamente, el primero de los hombres; sabe que no hay mérito pasado que lo redima de la fatalidad de su condición; sabe que está autorizado a desesperar de su pasado, pero que le está vedada la posibilidad de lamentar lo que realmente es, por el simple motivo de que es irreversible. Desespera de su pasado pero no lo lamenta; adora su presente pero no lo festeja, pues no se puede llorar lo conjetural ni alabar lo indiscutible.
Hay una conjura del dolor a la que solemos llamar esperanza. Pero atención: para Jaques Cormery la esperanza no significa una proyección, un “más allá” o un “más tarde”, sino un “acá” irreductible y sin matices. Todo el dolor de su pasado se concentra en este preciso instante en que le duele y eso lo transforma en, por qué no, el hombre más feliz del orbe. En ese “acá”, en ese dolor Jaques Cormery comprende que es el primero de los hombres. Y el último.