Por Nicolás Rombo
A medida que caminaba por la calle Zapiola hasta el viejo galpón "El Dorrego" (devenido en un santuario artístico), me di cuenta de que mi idea de ir a escuchar un poco de jazz el domingo a la noche no había sido para nada original. Al mismo tiempo que observaba una cantidad de curiosos impacientes agolpados en la puerta, miraba ciertas indicaciones que decían que era necesario ponerse tras una cola si uno tenía intención de ingresar al tinglado musical. Como en una peregrinación, la cantidad de gente que esperaba llegar a la aparente meca del jazz porteña (por lo menos durante ese domingo frío), daba la vuelta alrededor de toda la manzana del antiguo depósito. Caras y caras de individuos de dudosa pasión jazzística, aunque llenos de curiosidad por descubrir que sucedía dentro de ese espacio que irradiaba notas al azar, aguardaban el avanzar de una fila inmóvil.
Resignado por la masa que no paraba de crecer, decidí investigar la manera de mantener mi singularidad por lo que me dirigí a la calle Freire, exactamente al otro lado de la entrada principal de "El Dorrego". Allí me di cuenta de que entraban y salían personas de forma clandestina: culpógenos y orgullosos a la vez por diferenciarse del ¿millar? de sujetos que esperaban quietos en la cola. Me encontraba en la entrada del paraíso: la entrada de prensa. El mismo San Pedro, vestido con una campera que tenía escrito en la espalda "Control", me lo confirmó. Saqué el teléfono. Llamé a una amiga. Aparenté ser importante. Abrí la billetera. Pedí que me abran la reja. Mostré mi tarjeta de prensa y entré. No importa si es un festival de jazz, un acto político o una misa evangelista: uno saca la credencial de prensa y listo: ya es parte, aunque nunca sea el verdadero protagonista.
Adentro del galpón el frío seguía. Abierto al viento, lo primero que atiné es a tomar algo caliente. Por supuesto que para comprar un café era necesario realizar una cola. Acá el traje de periodista ya no servía. Una vez que uno entró al Edén, la manzana se la tiene que bajar del árbol solito. Por supuesto que desistí de comprarme algo en el bar. Me sentía importante, no quería esperar parado en ninguna fila. Recorrí un poco "El Dorrego" y descubrí que del otro lado de la entrada de prensa, sobre la calle Zapiola, si tenías la osadía de superar el obstáculo de la larga cola tras la reja, inmediatamente tenías que ponerte a hacer otra de este lado; ¿para qué? para conseguir un espacio en el escenario azul y ver a Chucho Valdés. Volví a negarme a quedarme parado en un solo lugar y decidí ir a escuchar, primero, la fusión entre la orquesta Santa Fe Jazz Ensamble y Ramiro Gallo Quinteto. Apenas me pude acomodar (parado) en un rincón, la orquesta jazzera del litoral dejó en solitario a la orquesta más típica... más tanguera: contrabajo, violín, bandoneón, viola y piano. Finalmente, a la vez que llegaban de la platea azul los bullicios del público de Chucho, volvió a entrar la Santa Fe Jazz... para finalizar a toda orquesta (sic) al son de un tango jazzeado increíble, indescriptible desde la ignorancia.
Una vez un músico dijo (no me acuerdo quién), que "uno no podía escudarse en la ignorancia para evitar manifestarse con respecto a la música. La música gusta o no gusta desde el sentimiento". A partir de que escuché esa idea me di cuenta, de alguna forma, de que cualquier sujeto podía decir, desde su lugar, si un sonido era agradable o no. Desde ahí me convencí de que no era necesario ser musicólogo para disfrutar de los sonidos. Uno se hipnotiza sin conocer siquiera una nota y eso (siempre digo de "alguna manera") te da la posibilidad de decir si la música que escuchás es maravillosa o todo lo contrario. Y con esa reflexión berreta, después de escuchar un par de grupos, decidí irme. Helado de los pies al pelo, salí por la calle Freire sin escuchar a Chucho y me fui. Me fui caminando, sin esperar parado en ninguna maldita cola.
(*Escrito tras la última jornada del Festival de Jazz Buenos Aires 2007)