“No voy a decir adiós. Ya te lo dije cuando quería decir algo. Te lo dije cuando era triste, solitario y final”, le dice Philip Marlowe como despedida a Terry Lennox devenido en Cisco Maioranos. “El largo adiós” (1953), de Raymond Chandler, es la última novela de la saga del detective privado Philip Marlowe que pasó por las manos de quien les escribe. Antes: “El sueño eterno” (1939); “Adiós muñeca” (1940); “La ventana siniestra” (1942); “La dama del lago” (1943) y “La hermana menor” (1949), fáciles de encontrar en las ediciones de Emecé. Después: “Playback” (1958) y “Poodle Springs" (1959, inconclusa), las cuales forman parte de la literatura negra americana que no logro descubrir por las mesas de saldo de avenida Corrientes.
Escribir un comentario acerca de “El largo adiós” (insignificante ante la maravillosa aventura de leer el libro), surgió desde el momento que me encontré con “El simple arte de escribir: cartas y ensayos escogidos” (una selección de cartas personales escritas por Chandler a lo largo de su vida). Allí se puede vislumbrar los procesos de escritura de un chaval que a los 50 años decidió que iba a vivir de la literatura, dejando atrás su vida como ejecutivo de una compañía petrolera.
Educado en Inglaterra, el norteamericano que participó en la Primera Guerra Mundial comandando un batallón canadiense, fue uno de los principales responsables de ingresar al género policial en los círculos de la “alta” literatura. Sinceramente a sus lectores jamás les interesó ese reconocimiento, sin embargo a Chandler sí. Furibundos ataques a los solemnes críticos de las reviews literarias, demostraban que al guionista de la espléndida película “Strangers on a Train” (Hitchcock, 1951), le molestaba la ausencia de reconocimiento para con los relatos policiales. Mediante sus cartas, Raymond disparó contra todos: la industria editorial, Hollywood, la ignorancia californiana, los irlandeses católicos, los judíos, los negros... No era demasiado partidario de la amistad. Tenía a su mujer (algo así como veinte años mayor que él) y adoraba a los gatos: eso y la literatura le alcanzaban.
Su placer por el intercambio epistolar permitió conocer sus miserias. Su estado de ánimo era fundamental para sus letras. A pesar de que instaló al cuerpo en la calle como metodología para resolver crímenes (rompiendo con la tradición “racionalista” del policial británico), Chandler consideraba que la inspiración era fundamental en el momento de escribir. No creía en la disciplina, sin embargo su sistemática organización para armar sus novelas lo convirtieron en un escritor prolífico.
“El simple arte de escribir: cartas y ensayos escogidos” es la evidencia física del porqué (para mí) “El largo adiós” no sólo es la mejor novela de Chandler, sino también una de las más importantes del siglo XX. La muerte de su mujer y el cansancio por la vida (tuvo algún que otro intento de suicidio fallido) están reflejados en el relato donde se puede observar un Philip Marlowe distinto. Un duro que se ablanda; un solitario cínico que de repente encuentra en la amistad una creencia. Chandler muestra la decepción que le provocan los Harlan Potter (magnate de los medios), cuando describe el absurdo sistema corrupto al que todos de una u otra manera ingresan, donde permanentemente se imponen límites para luego trasngredirlos. El gran Raymond Chandler, triste y solitario, nos regaló con “El largo adiós” la cuasi totalidad de una saga de policiales, que jamás van a tener un final.